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Carlos Herrera  
Diario Sevilla, 28 de octubre de 2007
Dos mujeres y una mula

Comparo la reacción de dos mujeres radicalmente disímiles ante agresiones de naturaleza muy distinta. El paralelismo parece imposible, pues las protagonistas son Condoleezza Rice y la joven ecuatoriana agredida en el Metro de Barcelona. La primera, de cincuenta y tres años, es la secretaria de Estado norteamericana. La segunda, de diecisiete, una joven ecuatoriana residente en España desde hace siete años. Rice, con una trayectoria profesional de vértigo, obtuvo la licenciatura cum laude en Ciencias Políticas y atesora maestrías, doctorados y títulos Honoris Causa de varias universidades del mundo. De nuestra ecuatoriana, oriunda de Guayaquil, sabemos por el momento que ha luchado mucho por llegar hasta aquí, y ha declarado que, en España, junto con su madre y su hermana, “encuentra un mejor porvenir”. La primera habla inglés; la segunda, con perdón, ecuatoriano. Condoleezza protege a su presidente, Bush. Por su parte, el presidente Correa protege ahora a su coterránea. Salvadas las evidentes diferencias, vamos con las similitudes, sin mencionar el color oscuro de la piel de ambas.
 
Las dos han sido protagonistas esta semana por haber sufrido agresiones físicas y verbales. Rice, cuando presentaba el nuevo plan para garantizar la seguridad de los guardaespaldas que protegen a los diplomáticos estadounidenses en Irak. Durante su comparecencia ante la Comisión de Exteriores, soportó impasible los gritos de una agresiva militante pacifista que puso sus manos pintadas de rojo a un palmo de su cara. La mujer ecuatoriana fue insultada, abofeteada, vejada y recibió una patada en la cara de un xenófobo -venido a  estrella- que, al día siguiente, esperaba a ser detenido mientras tomaba una cerveza en la barra de un bar rodeado de cámaras de televisión.    
 
Lo que comparo, entonces, es el simbolismo de sus actitudes en el momento del ataque. La secretaria de Estado detuvo el motín de la pacifista con una mirada retadora, lo cual me hace pensar que esa capacidad para frenar con una simple mirada una agresión quizá se deba a la condición que le otorga su poder, añadida a su culta personalidad, cimentada en las bases fundamentales de los derechos humanos llevados a la práctica.  La ecuatoriana, en cambio, soportó, encogida en un asiento del Metro, a que la furia de una verdadera mula, un xenófobo fascista, terminase por voluntad divina. Para un inmigrante es difícil desprenderse de esa sensación de creer que vives de prestado en un lugar donde pareces obligado a pedir perdón por todo, a servir siempre, sin condición, e incluso a ser maltratado. Para borrar todo rastro de esa especie de pecado original, nuestra ecuatoriana, como muchos otros, ha de salir a la calle con orgullo y disfrutar de unos derechos que llamamos universales pero que, en realidad, como ya sabemos, no lo son tanto.