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Carlos Herrera  
El Semanal, 7 de octubre de 2007
Los cien años de Rafael de León

Me lo advertía Paco Robles, mi colega siempre alerta: «Dentro de unos meses celebraremos el centenario de Rafael de León y mucho me da que nadie va a hacer nada». Conociendo a los gestores de la cultura que bailotean por los presupuestos, no habrá de extrañarnos. De no advertírmelo Paco, seguramente se me hubiera pasado la fecha, pero es cierto, el poeta sevillano nació en la misma calle que Manuel Machado hará ahora cien años, a la vera del museo al que tiempo después envió a aquel Juan Miguel que quería copiar las maravillas de Murillo y Rafael y que acabó locamente enamorado de la esquiva Triniá. Nobilísimo de cuna, Rafael fue padre de trifulcas, amores, desamores, dramas y personajes de leyenda y, a su vez, protagonista de una vida azarosa, bohemia y culta en la que bajó hasta los corrales para elevar las historias de sus moradores a la categoría de poemas cantados. Rafael se dio cuenta de que mediante las canciones iba a hacer llegar mucho más su poesía que a través de los llamados `canales cultos´ –esos que le negaron durante mucho tiempo el pan y la sal, hasta que no tuvieron más remedio que reconocer su talla de creador– y para ello unió su destino a auténticos genios de la creación musical como Quiroga, Solano o Mostazo, a enormes arquitectos teatrales como Quintero y a letristas de clarísima inspiración como Salvador Valverde, José Antonio Ochaíta o el inmejorable onubense Xandro Valerio. Ese pequeño ejército –al que debería añadir algunos nombres más– conquistó abiertamente el corazón de los españoles del siglo pasado: la canción Rocío llegó a ser tan escuchada y cantada después de que Estrellita Castro e Imperio Argentina la hicieran popularísima que hasta un anuncio de prensa de la época rezaba literalmente: «Se solicita muchacha de servicio, pero que no sepa cantar Rocío». Rafael de León, además, tenía una forma muy especial de contar sus escenas poéticas: había y hay que saber buscar entre sus palabras otras que no están, bien por el misterio tan del gusto de los poetas, bien porque la censura no permitía otra cosa; no olvidemos que pocos letristas le han colado a la censura goles tan espectaculares como los de este hombre lleno de sutileza y desprovisto absolutamente de ningún atisbo de sal gorda. En aquellos años cuarenta, Rafael creó sus grandes protagonistas, mujeres y hombres de rompe y rasga, de amores encontrados y abandonados, de puñales, duques, loteras, borrachas, emperatrices, marineros, chulos y señoronas; son los años en los que moldeó los inevitables ídolos de lo cotidiano, los que fueron de boca en boca cantados por todo patio de vecindad. Ése es su gran éxito: le cantó el pueblo, desde las duquesas hasta las fregonas y fue considerado por todos ‘poeta de casa’; aunque ello, a su vez, le supuso el exquisito silencio de los estupendos, el desapego evidente de los poetas de pesebre. Normal, por otra parte.

Su obra particularmente exquisita queda recogida en dos extraordinarios poemarios titulados Pena y alegría del amor y Profecía, además de en su obra inédita. No sería mala ocasión este centenario al que nos acercamos para que sean reeditadas estas obras de imposible captura y para que vean la luz algunos de los versos de los que son depositarios sus herederos. Así conocerán a Rafael muchos de los que ahora lo desconocen. Así sabrán de un hombre que le dio a su vida un aire discreto y señorial, que exhibió un gran sentido del humor y una afabilidad y generosidad fuera de lo común. Conocerán a un grande de España que lo fue sin necesidad de que lo dijeran sus títulos, amante de la vida, la bohemia y la tolerancia, fino y sutil con el florete de la palabra y creador de versos redondos, vivos, llenos de rosas, sangre, picaduras y verónicas. Ya mismo Rafael cumple cien años…