Hay algunos personajes de la escena política, social y económica española de cuya proximidad sólo puede deducirse complicidad en algún cohecho o delito. Si uno es visto, por ejemplo, con el constructor Francisco Hernando El Pocero, un puñado de nerviosos gacetilleros llegan a la excitación cibernética y comienzan a trazar un mapa genoma de conexiones entre la prensa y la política del que muy pocos quedan excluidos. A nadie se le ocurre que pueda resultar atractivo un personaje de las características de este rey de la nueva Seseña. Yo, lo confieso, he conocido a El Pocero porque me despierta curiosidad casi antropológica alguien que partiendo de la nada absoluta, pero absoluta absoluta, que no sabe escribir, según confesión propia, que ha pasado hambre heredada y que ha jalonado su vida de alguna que otra adversidad, ha llegado a convertirse en un poderoso empresario apabullantemente rico. Él asegura que no ha hecho otra cosa que trabajar toda su vida, empezando bajo tierra, en los pozos, y acabando en la cubierta de su barco diseñando futuras actuaciones urbanísticas, cosa que yo creo, pero que considero explicación incompleta habida cuenta de que, incluso, llegó a arruinarse hacia la mitad de su trayectoria. O sea, que se ha enriquecido dos veces. Un afiladísimo olfato para los negocios, la inevitable suerte y un innegable magnetismo personal parecen imprescindibles. Y en cuanto a los amigos poderosos, éstos suelen aparecer en la vida de alguien cuando ya ha ganado el dinero, no antes.
Hernando despierta los habituales recelos clasistas de la España más tradicional, que es la que se tiene por moderna: no importa que Botín tenga barco porque Botín lo ha tenido siempre, independientemente de lo buen empresario y banquero que haya sido y sea, pero que lo tenga y no lo esconda un sujeto que vivió en una casa de techo de uralita y paredes de adobe ya levanta otras sospechas. Éste ha tenido que trincar, robar, sobornar, engañar. Pues que afilen los lápices porque se está construyendo uno aún más grande que no va a caber en el puerto de Mallorca. A ellas, a las sospechas, hay que sumarle otra tradición irrenunciable del suelo patrio: podrás tener aviones y lanchas, pero siempre serás un ordinario y nos pasaremos la vida recordándote que no tienes clase alguna y que seguro que comes el caviar con los dedos. Claro que con todos esos prejuicios perdemos la oportunidad de acercarnos objetivamente a un fenómeno –del que se dan otros casos en España, aunque, quizá, no tan espectaculares– especialmente interesante para los que analizamos vidas llamativas, pero eso no parece importarles a los cazadores de recompensas. El creador de una urbanización de pisos y servicios del tamaño de un nuevo barrio de capital de provincia creo que comete un solo error y es dejar la iniciativa mediática a aquellos que quieren difundir la especie de que El Quinto, la macrourbanización de Seseña brotada a la vera de la carretera y de las vías del AVE, es una irregularidad lindante con la ilegalidad. Los que sostienen esas teorías deberán hacer frente a una realidad incuestionable: los que han comprado viviendas y han abierto ya las puertas para instalarse están encantados de que les haya costado lo que les ha costado, de que estén acabadas como lo están y de que tengan Madrid a unos treinta kilómetros. Y con todas las bendiciones legales. ¿Cuál es el problema? ¿Que se van a ganar muchos millones y van a ser sólo para El Pocero? ¿Que era más bonito el paisaje sin edificios?
A buen seguro estamos ante un personaje tendente a los excesos y poseedor de un amplio catálogo de defectos del que podrían dar cuenta sus más allegados,
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