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Carlos Herrera  
El Semanal, 27 de julio de 2003
¿Conoce usted Doñana?

Luce hoy un día claro en Sanlúcar de Barrameda. Desde donde me encuentro, a esta vera del río más cantado por los vates de bajura, diviso a lo lejos la borrosa línea de una Matalascañas que hoy parece pespunteada por el lápiz prodigioso de Carmen Laffón. Se adivinan cabezos y dunas y playas de arena fina, y, muy retirada, se intuye la Huelva renacida de sus contaminaciones. Hay días en los que el capricho de las brumas apenas te deja ver la punta del Malandar, que es donde, en rigor, muere el Guadalquivir, entre Bajo de Guía, las Piletas y La Jara, de un lado, y Almonte de otro -la otra ribera, no se olvide, es Almonte-; pero hay otros, en cambio, en que el horizonte parece pintado por cualquiera de esos creadores que saben diferenciar una línea de un contorno. Hoy es un día de esos y esta en la que escribo es hora de bajamar, en la que se retira el agua hasta señalar la barra en la que rompen las olas atlánticas y en la que han roto tantos barcos del arroz. Los paisanos mariscan en las largas arenas de Montijo convertidas en pequeños esteros, a la izquierda se enseñorea el faro de Chipiona y a la derecha se va el camino de agua a Sevilla.

-¿Y qué tiene usted enfrente, amigo?

Tengo Doñana. La propiedad de doña Ana de Mendoza y muchos apellidos más, hija que fue de los príncipes de Éboli -y tan diferente de su tremenda mamá- y esposa del duque de Medina-Sidonia, una especie de virrey de Andalucía. Y si no la conoce usted, debería tomar un auto, un tomavistas, una gorra y venirse a verla. No es un paraíso cerrado para unos cuantos chalados de la biosfera, sino que es un espacio abierto a todos los que sientan curiosidad por saber cómo es un salto en el tiempo, una rareza en el paisaje mordisqueado por el hombre. Basta reservar una visita y la gente del Parque le paseará por los más inverosímiles y hermosos rincones de un Coto que, por si no lo sabe, se sostiene gracias a que las familias propietarias de buena parte del mismo -especialmente los González Gordon-  sujetaron en su tiempo el apetito reconversor de algunos y también gracias a que el Estado se contuvo a sí mismo y dio pie a que algunos excelentes funcionarios -hoy Alberto Larramendi, Manuel Delgado-  trabajaran sin descanso en el cuidado de este joyero inaudito. Gracias a diversas carambolas de la sensatez, Doñana, mucho más bien que mal, sobrevive y hace que sobrevivamos quienes tenemos la fortuna de ver su perfil en cada amanecida. Desde aquí, ahora, en uno de esos días que digo que parecen recién sacados del fregadero, veo los cerros, no sé si el del Trigo o el de los Ánsares, y las dunas móviles que avanzan enterrando a los resignados pinos y la solitaria playa que llamaron de Arenas Gordas y que va desde aquí hasta más allá de Torrecarbonero. Sólo tengo que auparme un tanto desde La Merced o desde el Palacio de los Orleans y veo sin necesidad de prismáticos lo que no pocas veces he vivido sobre el terreno. Algunos se llegan a Kenia o a otros destinos a ver cosas parecidas; sin embargo, aquí, a la vuelta de esta esquina de la Baja Andalucía, en la intensa España de los sures, se encuentra el destello hermoso de los lucios y los humedales que no habrá de dejarle indiferente.

Dígame: ¿A qué espera?