artículo
 
 
Carlos Herrera  
El Semanal, 7 de julio de 2007
Mi amigo John Denver

Es un poco pretencioso titular así este suelto, pero qué se le va a hacer, uno acaba haciéndose amigo de aquellos a los que admira, a los que escucha, a los que conoce. Aunque en este caso sea cierto lo dicho. Tuve la suerte de conocer a John Denver con motivo de un programa de televisión al que pude traerlo desde su California residencial. Pío Núñez, el mejor productor que ha tenido y tendrá la televisión de España y de los Estados Unidos, me lo consiguió después de que se lo suplicara un par de veces. Por Internet circula su vídeo en el que canta Anie´s Song en español y en inglés en aquel inolvidable Sábado noche que realizaba virtuosamente la gran Matilde Fernández Jarrín. Como suele ocurrir con todas las grandes estrellas –Denver lo era–, su afabilidad y sencillez iban parejas a la meliflua forma de componer y cantar, esa que me llevó siempre hasta un éxtasis difícil de explicar. A los rockeros duros de la época les –nos– producía cierto reparo reconocer que se emocionaban con las cosas de este tipo franco y campechano. Denver vino aquella tarde e irradió de simpatía y naturalidad el plató de televisión y el comedor de La Dorada al que fuimos a vaciarle en el estómago unos cientos de kilos de pescado frito. Después de vueltas y más vueltas, mi hermano radiofónico José Luis Salas me acaba de conseguir un concierto de John grabado poco antes de estrellarse con su avioneta en las costas californianas. Imposible no estremecerse ante Poems, Prayers and Promises o ante la dulcísima A Song For All Lovers. Imposible. Esa naturalidad forma parte de los más grandes, y, sin necesidad de excesivas alharacas, algunos son capaces de llenar todos los espacios vacíos. Eso era Denver. Poco después de aquella noche, en la que pude demostrarle que yo me sabía letras de sus canciones mejor que él, tuve la ocasión de visitarlo en Los Ángeles y de alternar con su guitarra con la misma facilidad con la que alterno con mis compañeros de tabernas y buchinches por las calles de Sevilla. No se alterna todos los días con un tipo que tiene incontables discos de oro y que ha dejado canciones escritas en el alma de un par de generaciones como el que siembra arroz en el campo. John era de Nuevo México, criado en Tucson y recriado en la gran urbe del oeste norteamericano. Peter, Paul and Mary le hicieron un hombre con su Leaving In A Jet Plane –toda una premonición– y desde ahí no hizo más que crecer. El intimismo sencillo, con olor a campo y a cuarto de estar, le proporcionó seguidores en los lugares más insospechados: fue, por ejemplo, uno de los pocos norteamericanos que avasalló la Unión Soviética y colocó sus éxitos en aquel tugurio de consignas y dogmas. A los que peinamos las canas de la cincuentena –un servidor acaba de entrar en la década, un respeto–, es raro que no nos suene en los adentros alguna pieza de este bonachón, ecologista y volador. Volar, precisamente, fue su pasión y su muerte. Una avioneta con poco combustible le costó la vida: cuenta la versión oficial –y, posiblemente, la cierta– que una maniobra inadecuada motivada por la falta de movilidad producida por los arneses –para cambiar de un tanque a otro– lo llevó a estrellarse en las aguas de Pacific Grove, California, en octubre del 98. Con él se fue una deliciosa forma de componer, una amable manera de preocuparse y cantar al medio ambiente, un pellizco cálido con el que susurrar a los amores sencillos. En resumen: una forma de amar.

He pasado esta tarde un mal rato buenísimo viendo su Country Roads. Salitas, hijo, qué faena. Sus fans tienen una excelente página española en Internet (www.johndenverclub.com), a quienes agradezco hayan recogido su aparición en TVE. No es hoy un mal momento para deleitarse con su Back Home Again o su inimitable How Can I Leave You A