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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 14 de junio de 2007
La decisión de Raquel

Raquel Mosquera nació de la nada y a la nada volverá no sin antes haber rentabilizado su paso por la famosía nacional, ese estado del espíritu que consiste en rentabilizar razonablemente el interés general que siente el público español por las vidas comunes.

Quiero decir con ello que Raquel era normal y volverá a ser normal antes o después, o sea, que lavaba cabezas en la misma peluquería en las que las seguirá lavando.

¿Qué argumentos de atractivo popular tiene una señora a la que no se le conoce más virtud que la puramente doméstica?: probablemente, el encanto que encierran los seres humanos comunes con los que puede identificarse la mayoría de la audiencia. Raquel era una joven simpática y agreste que se casó con un hombre de puños de oro y corazón de diamantes, el impagable Pedro Carrasco, al que tanto quisimos todos aquellos que tuvimos la fortuna de conocerle. Pasado el drama de su desaparición, Raquel siguió en el candelero virtud a esa rémora que deja siempre el haber sido famoso alguna vez y haberse retratado de forma atigrada en playas del extranjero inmediato. Ella, que no debe ser nada tonta, se apercibió de que su figura volumétrica y popular, sencilla y humana, nos despertaba a más de uno la voracidad del morbo y el apetito indisimulado de la curiosidad. En virtud de ello, puso precio a sus hazañas y rentabilizó los avatares de su devenir, siempre a caballo de una pendencia y una ventura; ella, nuestro mito erótico de fin de siglo, entendió aquel viejo axioma económico de la oferta y la demanda y, sencillamente, cotejó sus aventuras personales con la más elemental de las tablas tarifarias del mercado mediático. No digo yo que hiciera mal, simplemente testifico una verdad objetiva.

Ahora, meses después del nacimiento de su linda hija y del desagradable pasaje de su desequilibrio emocional, Raquel confiesa haberse separado del musculoso nigeriano con el que desposó y con el que plantó una oficina de exclusivas remuneradas. Debo decir que lo lamento, pero también que celebro su libertad emocional: los admiradores de su volumetría rotunda e hispánica, los seguidores de su rostro de luna llena, de su busto de vestal neumática, de su sonrisa de vecinita, nos creemos con el derecho de disponer de su liberación afectiva.

Tal vez algún día tengamos la suerte de que la vitamínica Raquel nos mire de soslayo y se abran como autovías las arterias de nuestra intimidad. Yo, que cada día tengo menos pelos, estoy loco por ver qué haría con mi cabeza una mujer de su raza y su enjundia. En virtud de lo que secretamente la amo, acabaré en su peluquería lo aseguro. Que vaya preparando el tinte.