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Carlos Herrera  
Diario Sevilla, 3 de junio de 2007
La tinta sagrada

¡Shsss…! Como la enfermera que cruza con un dedo sus labios mientras pide silencio en la sala de un hospital. Calla. Escucha esta tinta. Es para ti. Escucha esta tinta, sí, aunque la tinta, pensarás, no habla.  Pero sí habla, porque yo soy su voz. En el sonido que escuchas cuando deslizas tus ojos por la piel de mis letras está mi presencia. Si me acaricias con deleite, seré yo. Me hallarás, desnuda, entre las líneas, en las comas, en los espacios y las metáforas que elijo para que ambos sintamos juntos. Porque leer es de dos. En cambio, si sólo me miras como si acumulara voquibles, como el chatarrero que apila hierro viejo para prensarlo en un hueco sin precio, de nada sirve que cada domingo te regale la flor de mi vida, pétalo a pétalo, palabra a palabra, sentimiento a sentimiento. Se me caen los años cuando me lees sin miramiento.
 
Todas las tintas tienen voz. Incluso la que espera en el inmenso mar del tintero inquieto ser tatuada en un papel para guardarla en la biblioteca de un corazón o en el callado terciopelo del ensueño. Quienes se dejan salpicar por esta tinta, sienten. Si mi alma y la tuya se ciñen en una, lo escrito es sacramento. La tinta es sagrada. No se borra ni con lágrimas que la mojen. En efecto, unas tintas son de oro, otras de plata, de hojalata o pura patata, pero todas tienen su valor cuando alcanzan la belleza del misterio. Sobre todo, cuando brotan de un pecho acelerado por la preocupación de que por sus dedos se escurra un poco de genio. 

Si me deseas (a esta tinta que vierte su pura esencia sobre el papel), deja relajados tus ojos para que se deslicen en horizontal por la libre columna de mi verbo. Desempaña tu vista. No me leas; siénteme. Piensa en ti y no en mí, porque, cuando yo escribo, intento pensar en mí y no en ti. Yo soy tinta, tú, carne. Si callas, si no miras, escucharás mi voz negra y comprenderás mi secreto.

Así emergió el otro día una enmienda de entre los dedos de un médico de la expresión. En su quirófano se me murió una humilde idea del último artículo que provocó cierta falta de entendimiento.

Las seis artes clásicas, la pintura, la arquitectura, la escultura, la poesía, la danza y la música, no tuvieron familia completa hasta que parió otra el cineasta Ricciotto Canuto. Él, en 1911, acuño la expresión “el séptimo arte” para que su disciplina, minusvalorada hasta entonces, se cotizara. Y a “hacer cine” le llamó “el séptimo arte”. Esta humilde tinta, que arrancó la pasada semana uno de sus pétalos en contra de la piratería cinematográfica, osó elevar a la octava categoría el arte de “ver cine en el cine”. Pero hubo alguien que no me entendió. Así pues, con su permiso: “el séptimo arte” es el cine y “el octavo arte” es ver cine en el cine. “No le toques ya más, que así es la rosa”, decía Juan Ramón.