artículo
 
 
Carlos Herrera  
Diario Sevilla, 13 de mayo de 2007
¿Y yo, qué puedo hacer?

Quizá la respuesta sea que, frente a lo irremediable, todos optemos por darnos la vuelta. Por rendirnos ante lo que nos parece que no tiene solución porque son hechos ajenos a nuestro control. Damos la espalda, o nos resignamos, porque hace tiempo que encontramos el consuelo en una abatida pregunta: ¿y yo, qué puedo hacer? Es cuando desvelamos algunos de nuestros aspectos más desconocidos: es en ese momento, cuando te necesitan y no estás, cuando se descubre tu nuca, tu espalda y todas esas otras partes que se ven sólo cuando uno se va.  Las voces de auxilio nos rebotan ahí detrás. Eso de gritar, manifestarte, quejarte, criticar una injusticia, una mentira, termina agotando a los ciudadanos, que acaban desinteresados por tantas aberraciones. De ello se aprovechan los perversos. Repiten de manera incansable sus acciones con la voluntad de convertirlas en algo tan manido que lo soporte la sociedad como un hecho irremediable y lejano. Con ello consiguen la impunidad. Ya nada te mueve, ya nada te asalta, ya nada te indigna. Adormecidos por tanta crueldad, así, todo se tolera.

No encuentro otra forma de explicar por qué esta inmovilidad social tras haberse difundido la última lapidación de una adolescente en algún lugar de Irak. Qué más da el sitio. En algún lugar donde una manada de asesinos arrastró por los pelos a una niña hasta ahogar tanto su espacio vital que no cabía en el horizonte su propia muerte. Tenía tan cerca a los asesinos alienados que les podía oler el aliento de su podrida intimidad. Y allí estaba ella. Como lo estuvo María Magdalena. Sola, humillada, repudiada por todos, insultada, vejada, apedreada, escupida, asesinada, despedazada, arrastrada, odiada, escarnecida, rota. La diferencia, separadas por dos mil años, es que Du’a, no tuvo ningún dios a su lado. Tampoco a nosotros. Millones de voces tienen mucho poder, pero sólo una salvó a María Magdalena. ¿No vamos ser capaces de salvar a las numerosas mujeres que están en lista de espera para ser lapidadas? ¿Tenemos que tragarnos la indignación y aceptar resignados una escandalosa injusticia? ¿Estamos esperando a un Dios? O esta es la respuesta: ¡qué horror! ¿y yo, qué puedo hacer? Es verdad que no podemos presentarnos en esos países y entremezclarnos con los asesinos para salvar vidas. Nosotros pedimos, exigimos y los políticos deben actuar. Para empezar, no estaría mal que dieran un pésame público por la lapidación de esta joven que no llegó a cumplir los dieciocho años. Con ello se demostraría el repudio mundial. Podría producirse algún tipo de reacción del Gobierno, Casa Real, de todos los mandatarios mundiales, para que incluyeran en su lista de envíos de pésames y condenas el de las lapidaciones.

Si volvemos a preguntarnos ¿y yo, qué puedo hacer? estaremos manteniendo vivo el horror que seguiremos viendo. La lista de espera para lapidaciones es muy larga.