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Carlos Herrera  
El Semanal, 8 de junio de 2003
Los gatos y yo

 

Una apreciación mía acerca de los gatos me costó, hará pocos días, severísimas reprimendas por parte de un sector de mi audiencia. Vine a decir que no me gustan los gatos. Y dije más: que no me hacen gracia los gatos negros. Algo tan corriente y moliente como eso motivó una cascada de irritados gatistas que me acusaban, poco menos, que de ser responsable de la muerte de cientos de ellos por las calles, despellejados, atropellados, torturados. Apabullado, yo que soy incapaz de matar una mosca, me encogí un tanto y me retiré a este rincón a reflexionar. Y ahora que reflexiono: ¿yo por qué tengo que pedir perdón por no gustarme los gatos? Me resultan animales desagradables, incomunicativos, antipáticos, inquietantes. y huelen a gato, que es como oler a casa cerrada, a orina antigua. No me gustan los gatos corrientes, que parecen presencias fantasmales, espíritus reencarnados de seres no desaparecidos del todo y menos aún los gatos redichos de raza supuestamente exquisita, esos plumeros andantes que se esconden en la soberbia de sus rizos, sus melenas, sus lacitos, su incuestionable cursilería. No me gustan, lo siento, no me gustan. Voy de visita y aparece un gato: sospecho. Puede que todo sea normal y correcto, pero no me extrañaría que el bicho fuese el más mimado de la casa. Me contaba un amigo cómo una tía suya le cortó las uñas al gato y le plantó unos patucos para caminar por todo el piso: el resultado era un pobre animal resbalando por los suelos encerados y desesperado por irse a la calle y no volver jamás. Para mayor desgracia, estaba capado, y su carácter se había transformado en algo taciturno, pero ni con esas quería quedarse. Los gatistas afirman admirar la independencia del gato, su seriedad, su, no obstante lo anterior, distante afabilidad y yo no acabo de comprenderlo: imagino el 'diálogo' con un perro que te mira, te espera, te celebra, te acompaña, te ladra y parece entenderte, pero me cuesta imaginar el mismo debate entre un gato y su dueño, si es que el gato tiene sentido de pertenencia a alguien, que, la verdad, no lo sé.

 

Llegas a una vivienda ajardinada y es legítimo que te sientas acobardado o a disgusto por la presencia de un perro, aunque este sea absolutamente pacífico: los dueños suelen entender que haya gente a la que no le gustan los perros. Sin embargo si manifiestas lo mismo en un lugar en el que habite un gato te harán sentir un bicho raro. Puedes argumentar que siempre temes que un felino de esos -al fin y al cabo es un tigre chiquitito- se te tire a la cara sin más preámbulos y te saque los ojos, o te arañe sin compasión, o te amenace con su lomo curvado y su piel erizada, que es una imagen, de por sí, estremecedora, pero el amo del animal te mirará asombrado, como si fueras un marciano recién llegado de excursión. Hay muy poca comprensión de los gatistas a los no gatistas, muy poca. Tal vez ocurra lo mismo en el sentido contrario, no lo sé, pero como yo estoy de esta parte no tengo más remedio que decirlo así. Siempre he visto a los malos de las películas tomar decisiones asesinas mientras acarician con placer el lomo de su gato favorito e igual eso me ha influido en esta aversión controlada. La imagen fílmica de una familia feliz suele traducirse en un jardín con cancha de baloncesto, un padre que llega, un niño que juega y un perro peludo y trotón que recibe alborozado a su dueño. En cambio, es raro que en un escenario siniestro y misterioso, inquietante y oscuro, no aparezca un gato antes o después.

 

Sé que me van a escribir y me llamarán de todo. Estoy preparado, no teman. Si eso les relaja, háganlo con toda libertad. Pero, entiéndame, no me gusta su gato. Usted sí, su gato no. Lo siento.