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Carlos Herrera  
ABC, 13 de abril de 2007
El musulmán quiere volver

Un mito de engorde lento se ha acabado instalando en el imaginario colectivo de una forma tan sorprendente como lamentable: al-Andalus fue una civilización superior en cuyo seno de progreso se dieron idílicas condiciones de convivencia y tolerancia entre culturas no repetidas hasta la fecha de hoy.

Han colaborado a confeccionar y engrandecer semejante dislate, desde la izquierda bienpensante y la derecha permanentemente acomplejada, diversas estructuras políticas y no pocos entes intelectuales. En virtud de ese mito mimético que se basa en imitar permanentemente al héroe anterior en el tiempo, no pocos españoles dejan de hacer caso a las bravatas califales y absurdas que espetan desde diversos ámbitos islámicos -terroristas o no-, según los cuales el viejo paraíso perdido en la Península Ibérica deberá volver, antes o después, a manos de Alá. Cuentan los estrategas de la recuperación con la aplastante realidad de las cifras: el islam es la segunda religión de Europa y ya son cerca de quince los millones de musulmanes que viven y se reproducen en la Unión Europea. Cuentan con un vigoroso vector de incidencia: el islam es un proyecto, cosa que ya no son ni el catolicismo, ni la izquierda ni la democracia, y así, sorteando o no los deseos de integración de las autoridades europeas, sueñan con imponer unas condiciones de convivencia en absoluta incompatibilidad con los valores más elementales de Occidente (su característica de religión pública, no privada, fuerte, autoafirmativa, hace que nada tenga que ver con las religiones sincretistas, que no afectan a la cosa pública). Ni que decir tiene que cuentan con caballos de Troya perfectamente identificables en sociedades que siguen manejando irresponsablemente el concepto de multiculturalidad, esa ideología a la que Harold Bloom tildaba de perniciosa porque divide, fragmenta y enfrenta y lleva directamente a la antítesis del pluralismo. Giovanni Sartori se preguntaba en su libro «La Sociedad Multiétnica» si una comunidad puede sobrevivir si está quebrada en subcomunidades que rechazan las reglas en las que se basa el vivir comunitario. Esa pregunta del soberbio pensador italiano se la responde él mismo cuando asevera que para vivir en diversidad primero hay que desterrar el dogmatismo, cosa que no hace el islam, y en segundo lugar impedir a toda costa que se sea tolerante con el intolerante. Los estallidos intermitentes de larvas integristas que vive Europa -y que en España han costado los disgustos trágicos que ya conocemos- anuncian un tiempo necesitado de compromiso por parte de la sociedad que, desgraciadamente, no parece dispuesto a liderar la autoridad competente. Descartando la posibilidad inmediata de que el islam tenga su Trento particular (Gómez Marín dixit), se empieza a instalar entre una abatida parte de la ciudadanía más alerta la posibilidad de ser cierta la máxima con la que se manejan algunos representantes de la expansión islamista: «Os conquistaremos con vuestros derechos pero os gobernaremos con los nuestros». Recordemos que en los lugares donde el poder está en manos islámicas se vive inmerso en el atraso, la miseria y la represión, ninguna de cuyas causas debe buscarse en la eterna culpabilidad con la que Occidente se machaca a diario ni en la fácil y manoseada excusa de que la pobreza crea movimientos violentos irreprimibles: va a acabar pareciendo que los terroristas islámicos son representantes de los desheredados del mundo, cuando lo que fehacientemente sabemos es que el hambre genera muertos, no suicidas.

Argel y Casablanca son la nueva llamada de atención que el terrorismo islamista hace sonar a las puertas de nuestra casa, que no son otras que Ceuta y Melilla. Lo hacen para limpiar sus territorios de infieles, cierto, pero también para advertir de que el sig