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Carlos Herrera  
El Semanal, 25 de mayo de 2003
Lo siento, no me hacen gracia los chistes

Primer axioma de obligado cumplimiento: un caballero no cuenta chistes. Si acaso, uno o dos en situaciones extremas y muy relacionadas con el argumento del mismo, pero ni uno más. De la misma manera no baila más de una sevillana o no se zampa más de dos croquetas, por muy buenas que estén. Los tipos duros ni siquiera eso: no bailan jamás y no se ríen con los chistes de nadie, no soportan las croquetas y tan sólo beben bourbon. Pero lo de los chistes es lo que me ocupa hoy. Cuando una conversación de amigos deriva en el consabido e inacabable episodio de los chistes, lo mejor es levantarse e irse. Los chistes son como los fandangos: empiezan dos a picarse y a turnarse y eso no hay quien lo aguante (hay excepciones: 'El Cani', 'El Camuca', 'El Bola', Andresito en los chistes; Santi o Antonio en fandangos). El contador de chistes, comúnmente jaleado por otros individuos de sus mismas hechuras, se sabe tocado por un extremo de la varita de la gracia y en virtud de ello se siente autorizado a capitalizar la atención de una reunión que ríe y ríe. Todo suele empezar con una de las frases más estremecedoras de cualquier tertulia: «Ya que hablamos de eso, sabes aquél del tío que va y pierde la burra en el mercado?.». Cualquier persona educada contesta formalmente que no y pone esa cara de atención forzada temiéndose lo peor. Efectivamente, el chiste, como la inmensa mayoría, es una birria y es el momento en el que el escuchante corresponde con una carcajada más o menos estridente, aunque el relato no le haya causado la más mínima gracia. Hay que saber controlar muy bien ese instante, ya que si uno ríe más de la cuenta le hará_creer al chistoso que su gracia es descomunal y que lo que de veras uno quisiera es escuchar otro. Craso error. Una sonrisa velada es la mejor manera de abortar la catarata que nos espera. Es mejor que el otro piense que usted es un sieso y que no vale la pena malgastar su talento en un tío que no se ríe que someterse a la tortura de volver a escuchar los chistes de siempre. Porque siempre son los mismos. Otro sistema infalible suele ser contestar que sí al chistoso cuando nos pregunta si sabemos aquél, o interrumpirle la narración adelantando el final dándole a entender que ya hemos caído en cuál era. Eso desanima mucho. También es cierto que puede despertar el celo del narrador e intentar sorprenderle con uno que no sepa, pero son las menos de las veces. Se da el caso de la animada reunión en la que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, sabe el chiste que está contando un tipo y espera pacientemente el final -algunos son eternos- para emitir una risa breve y formal de circunstancias: es el momento en el que a ese individuo hay que mandarle a por hielo o a por tabaco, pues ha empezado a coger la senda y puede ser terrorífico. En situaciones término uno puede acogerse a la fórmula más desagradable: afirmar sin recato que los chistes que se están explicando son malísimos y que uno solo más será suficiente como para levantarse y no volver en los próximos cien años (se dice así como con gracia y como exagerando pero con indisimulable firmeza). Está demostrado que las sesiones chistosas hay que cortarlas de raíz, si no luego será imposible: entre dos o tres se turnan y la tortura se hace insoportable. Y si usted se ve obligado o no tiene más remedio que contar uno, búsquese alguno corto, medianamente original, ensáyelo bien durante mucho tiempo y cuente siempre ese mismo. No le importe, los demás reirán igual de obligados que usted. Pero por Dios, nunca más de uno. Y si me encuentra a mí, ninguno, se lo suplico.