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Carlos Herrera  
El Semanal, 11 de marzo de 2007
La capilla de Barceló
Cuando uno se enfrenta al delirio artístico que Miquel Barceló

ha creado y compuesto en la catedral de Palma de Mallorca, puede experimentar dos sensaciones: la de encontrarse ante una gigantesca obra mediante la cual se reinventa el gótico o la de pensar que el sitio ideal para ese engrudo es Marina d´Or. Yo, modestamente, soy de los primeros, aunque conozco no pocos de los segundos. Barceló, que es un tío raro de cojones, ha explotado en ceramista y ha puesto su indiscutible talento al servicio de una obra forzosamente arriesgada que, de momento, ha multiplicado por veinte las visitas al impresionante templo palmesano (con la mano). ¿Qué contiene esa capilla que tanto impresiona o decepciona? El vuelco de la invención plástica sobre la Historia Sagrada. El Cristo resucitado que preside el imposible retablo y que apenas se adivina en el relieve blanquecino y en las cinco llagas que lo adornan –si es que las llagas adornan– es la firma perfecta para una obra que jamás nos dejará indiferentes. Los panes, los peces, la muerte y la vida trascienden al siglo y se apuntan como vector a una propagación impredecible. La piedra de Benissalem con la que completa el mobiliario hace el resto. Las vidrieras no las entendí, como la mayoría de la gente, incluidos los canónigos, pero ahí están para que la fantasía de los exégetas me lo explique. A esa catedral llegó Gaudí a principios del siglo anterior y revolucionó la calma pétrea del templo: trasladó el coro desde la mitad de la nave central hasta el altar mayor y diseñó un baldaquino heptagonal levemente inclinado que aún hoy lleva implícita la furia de la revolución. La belleza del escenario que creó el genio catalán renace cada vez que es contemplado con ojos de asombro. En aquel entonces permitieron un traslado de mobiliario y un rediseño global que hoy difícilmente hubiera sido aceptado, mientras que hoy tampoco sería contemplable tocar ni uno sólo de los cambios que parió el hombre de Reus. Ya ven. Comparados ambos trabajos, se percibe, no obstante, que el trabajo de Gaudí es la obra de un creyente y la del mallorquín es la de un despegado nihilista fascinado por la cultura religiosa, por el peso de su educación.



Parece que Barceló confeccionó el mural a base de puñetazos

y golpes y anduvo preparando la técnica durante bastante tiempo, unos dos años, para que la «piel de cerámica» tuviese la apariencia, textura y solidez definitivas. Dice, incluso, que perdió temporalmente las huellas dactilares a fuerza de amasar el pastiche, lo que le impidió viajar a Nueva York. Lo que ha conseguido, en cualquier caso, es conmovedor: la multiplicación de los panes y los peces acaba siendo un universo imperfecto y bellísimo en el color arcilloso de la tierra. Joan Darder, el deán de la catedral, nos explicaba cómo el artista agrietó, coció y coloreó la materia hasta dar con la aleación exacta, y nos dio algunas cifras interesantes: murales y vidrieras han supuesto un gasto de tres millones de euros –o algo más– con el que Barceló ha cubierto gastos de materiales, taller italiano y operarios ayudantes. De ser esas las cifras, o de acercarse a los mil millones de pesetas que sugiere el Gobierno balear, estaríamos ante una auténtica ganga. La trascendencia de su creación más personal está proyectada a tantos años como la que han tenido Gaudí o Jujol, hasta tal punto que la obra será releída año a año por aquellos que van a ser testigos de la transformación de contemporáneo en clásico. Si un cuadro pequeño de Barceló anda ya por los cien millones de pesetas, o más, imagínense lo que podría costar este paño visceral, violento, bellísimo. Pero no hablemos de dinero, que lo afea todo. Hablemos de cómo una catedral se puede meter bajo el mar, de cómo una vidriera se puede cubrir de plomo y después delinear con el dedo la forma de una espina. Hablemos de la fantasía con la que un artista ha sido capaz de desafiar la tradición en la decoración religiosa. O vayamos a verlo, como harán de aquí en adelante miles y miles de personas justificando su atractivo brutal, absolutamente brutal.