artículo
 
 
Carlos Herrera  
El Semanal, 28 de noviembre de 2005
De aires y apretones

Y tuvo, caballeroso él, que esperar, agazapado, sin poder soltar la carcajada hasta que la pareja aparcó su coche 


La sabia naturaleza de la que estamos hechos no deja de ser, en ocasiones, enormemente inoportuna. Un querido lector me relataba en un desternillante correo la embarazosa situación que vivió una tarde en la que una inevitable y sorpresiva ventosidad interrumpió la petición de mano de su prometida en el justo momento en el que se dirigía a su futuro suegro asegurando el desvelo que pensaba poner en hacer feliz a la muchacha. ¡Cuántas veces un aire incontrolado no nos habrá puesto en apuros! Al padre de un gran compañero de la infancia se le ocurrió, una noche de verano a la salida del cine, esconderse en el coche de un matrimonio amigo con el objeto de asustarlos con un inocente «uuuhhhh» en el momento en el que éstos fueran a girar la llave de contacto. Nunca lo hiciera. Un instante antes de que asomara la cabeza por los asientos traseros, la señora, una dama elegante y emperifollada, inclinó un poco el cuerpo a su derecha y, levantando levemente la pierna izquierda, descargó una tormenta con gran aparato eléctrico digna de un oso con aerofagia. El marido, curiosamente, no hizo el más mínimo comentario, como dando a entender que se trataba de una costumbre asumida. Ni él ni ella abrieron la boca. Se acomodó de nuevo en el asiento y se ajustó el cinturón de seguridad con toda naturalidad. En ese momento pensó el padre de mi colega: «¿Y, ahora, cómo saco yo la cabeza y les digo ‘uuuhhhh’?». Y tuvo, caballeroso él, que esperar, agazapado, sin poder soltar la carcajada hasta que la pareja aparcó su coche en el garaje, a treinta y dos kilómetros del cine, para salir discretamente y volver de cualquier manera a donde le seguían esperando, perplejos, los demás espectadores –entonces no había móviles, claro–.

Treinta kilómetros ahogándose entre la risa y la fetidez es una prueba máxima de contención, evidentemente. A otro compañero conocido por su envidiable tránsito intestinal –el único capaz de evacuar tres o cuatro veces al día– le vino a ocurrir una embarazosa situación el día en que se conocían las familias respectivas, la suya y la de su encantadora novia. Sorprendido por un inesperado apretón, solicitó, no sin cara de urgencia, un cuarto de baño en el que aliviarse. Se dio la contraproducente circunstancia de que estuviera literalmente pegado al pequeño salón en el que se encontraban, siendo la pared de auténtico papel. La tormenta se acompañaba, como en el caso anterior, de un aparato eléctrico descomunal que no había manera de disimular por mucho que mi colega lo intentara. Imaginaba éste que alguien habría mantenido una conversación paralela en la salita con el fin de disimular el estruendo, pero se desengañó en el momento en el que abrió la puerta y vio a toda la reunión mirando hacia el baño en silencio y con los ojos abiertos de par en par. Consternado, hubo de escuchar cómo su futuro suegro le espetó: «¿Te has quedado a gustito?». Han pasado años y no se le borra.

Como no se le borra a una inmejorable actriz catalana aquel día en el que su hijo le espetó, desde la puerta de casa, un sonorísimo «¿dónde estás, mamá?», al que ella respondió, sin cortarse, desde la taza del inodoro: «Aquí arriba, cagandoooo». Se quedó de piedra cuando el chiquillo le repuso a gritos: «Es que estoy aquí con mi amigo menganito, que si se puede quedar a comer…». Dice mi amiga que de eso han pasado más de veinte años y que cada vez que sigue viendo a este amigo de su hijo se sigue poniendo colorada, porque está segura de que éste siempre se la imagina defecando sin piedad sobre una taza de loza. Y puede que sea verdad.

Lo mejo