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Carlos Herrera  
El Semanal, 18 de febrero de 2007
Nines, la mano de Madrid

Una tarde preñada de desorientación y orfandad le supliqué a Nines, la gran Nines, que me hiciera en su prodigiosa cocina de la calle de la Ballesta las mismas croquetas que amasa, aún hoy en día, mi madre con paciencia y amor. En no sabiendo cómo explicarle el proceso, tomé el teléfono de pared que sigue colgando de Casa Perico, su palacio, y le pedí a la progenitora de mis días que le explicase a la mejor cocinera de Madrid el proceso de confección de tamaña obra de arte. Se entendieron como sólo se entienden las profesionales y desde aquel día las croquetas que se confeccionan en mi honor en aquella casa se bautizaron como ‘Herrera Imperial’, según denominación que acuñó el impagable Julio César Iglesias, a quien tanto añoro.

Son croquetas hechas con el mimo de una madre, lógicamente, y tan sólo son buenas si quien las elabora lo hace con ese principio maternal. Son de jamón: «As better as posible», con cebolla, harina y leche y una pizca de sal y de pimienta, nada más. Las croquetas, desengañémonos, forman parte de la cocina de resistencia, y difícilmente pueden ser reproducidas en restaurante alguno. Para no hacerlo largo: son contados los lugares en los que nos las van a hacer como nos las hacía, –o nos las hacen– madres o abuelas. Nines es una de las pocas.

Quizá porque Nines es una gran madre encajada en su cuerpo recortado. Su casa de comidas en pleno centro de la leña madrileña sigue siendo el comedor de casa, el oasis de la calidad, el fuego del amor, el aroma de los días, el acento de lo cotidiano, el ejemplo de la generosidad, el talante amable, las maneras de la memoria. Entre ella y su hermano Perico son capaces de crear un clima que nos reconcilia con la España que tiende a disiparse, la de la comida con sabor a casa particular, esa que sólo existe de puertas adentro de un rellano de escalera.

Cuando estoy agotado de experiencias nitrogenadas, de humo envuelto en membranas de hojaldre, de raciones de pajarito, de puñaladas traperas a cuenta de cualquier tontería, me dejo caer por su coqueto comedor y le pido, simplemente, que me dé de comer. «Nines, dame de comer por lo que más quieras.» Y ella, la mano de Madrid, la mano del Madrid que no desaparece, se viene arriba. Algo de verdura, un poco de ‘arroz a lo cutre’ –sencillo arroz en puchero que levanta cadáveres–, esas croquetas –sin mantequilla–, tapilla de carne roja, lentejas prodigiosas, patitas de calamar rebozadas como antes, sin exceso de harina, sin pesadez de aceite... todo le cabe a un cuerpo necesitado de normalidad.

Es el único sitio en el que tengo una servilleta grabada con mi nombre, como si me fuera a sentar en la mesa camilla de mi abuela Cecilia. En la mesa de mi vera acabó sus días el inolvidable Feliciano Fidalgo, aquel gran parisino de Madrid que bebía el vino sacándole literatura a cada sorbo. Y en la de más allá comíamos un servidor, Roberto Sánchez, Lorenzo Díaz o Matías Antolín, el anarquismo del mejor Madrid del prezapaterismo. Al fondo, siempre, su cocina de vapores tenues, de tintes suaves, de brisa de fuego amigo.

Al fondo, siempre, humana, justa, afable, dadivosa, Nines, la auténtica violetera de las cocinas de la capital, siempre con una sopa ceñida a su cintura recortada o una legumbre castiza que prendernos del ojal. Hay un Madrid, ya dije, en el que emerge una suerte de extraños cisnes azules, un recuerdo de la ciudad pequeña y abarcable que un día fue, antes de que las grandes avenidas diluyeran a las almas de barro y barrio y antes de que los fogones de las trincheras se transformasen en tocadores de belleza.

En el bulto de las fotografías que retratan las excelencias de los nuevos interlocutores artísticos de la capital, se distinguen las figuras con mandil de las mujeres que han enseñado a cocinar a los gurús de la modernidad. Nines, la mano que mece la olla, sobresale al fondo con su corona dorada de reina de la bendita normalidad, tan excelente, tan soberana.