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Carlos Herrera  
Diario Sevilla, 
La bella muerte

La muerte de mi madre fue horrorosa. Una enfermedad le  paralizó lentamente, durante cuatro años, cada centímetro de su cuerpo. Primero, los calambres de los dedos mientras pintaba sus  cuadros a plumilla; luego, las caídas constantes por las debilitadas piernas, que se tropezaban con una raya pintada en el suelo, la condenaron sin más paseos por la plaza del brazo de mi padre. Al poco tiempo, sus ojos no veían más horizonte que la salita de estar.  

Ahí empezó a dar la cara el auténtico calvario. Numerosos médicos estudiaron su caso y todos lo delegaban a otras manos con un informe técnico imposible para el entendimiento y abocado a una terapia inexistente. Disfrazaban las palabras y evitaban decirnos lo irremediable. Su enfermedad era de esas raras, minoritarias, sin la  suficiente popularidad como para invertir más dinero en investigaciones. Desahuciada de la medicina convencional, su mundo se redujo a la cama de su dormitorio, convertido entonces en el hogar de todos los que la amábamos.

La ELA, la esclerosis lateral amiotrófica, es una enfermedad dolorosa que paraliza el cuerpo a capricho, pero con el detalle cruel de que, en tales circunstancias, se mantiene la sensibilidad y la conciencia. Un pelo que rozase su frente se convertía en un martirio. Una tos sobrevenida por la esforzada ingesta de los alimentos líquidos que ingería a través de una pajita cobraba la dimensión de un riesgo mortal. Cuando perdió la voz, la necesidad de comunicación nos llevó a utilizar letras imantadas en una pequeña pizarra; aunque, después de un año, con el pestañeo de sus ojos aclarábamos muchas cosas: un parpadeo significaba sí; dos, no.

Compartir su vía crucis me convenció de que la muerte es hermosa cuando se le despide con vida (¿).

Ser consciente de iniciar el camino hacia la ausencia eterna otorga  el placer de dejar las cosas de este mundo arregladas y en paz: zanjar conversaciones con los tuyos, coser flecos que eviten futuros problemas familiares, repartir lo material, despedirte de todos los amigos y familiares. El que ha tenido mucho tiempo para ello prefiere, así, dejar su alma en tierra y evita el tener que buscarla en interrogantes que sólo la fe responde con eso de “acepta con paz”, que decía Escrivá de Balaguer. Es lo que buscas cuando observas dolorosamente su cuerpo inerte, mullido, entre satén blanco. Su alma, su aroma, su voz... se han esfumado.

Mi madre, Mari Carmen, era creyente, de confesión y misa diaria.

Aun así, tuve el valor de plantearle la eutanasia como final de una muerte tan dura. Parpadeó dos veces.

“Mar adentro”, la película de Amenábar, arrasa en taquillas, tanto por la calidad de su cine como por el tema escogido. Lo cierto es que habrá debates, se hará visible la tentación… y seguirán las dudas.