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Carlos Herrera  
El Semanal, 14 de octubre de 2018
Del ferrobús al Hyperloop

Mi tren, más allá de los cercanías, fue siempre el que unía Sevilla y Barcelona. Hice ese recorrido muchas veces durante muchos años

No puedo hablar de los trenes de carbonilla y asientos de listones de madera, pero he oído cientos de historias sobre ellos. Desde que se inauguró el Mataró-Barcelona (he escrito bien, el tren salió de Mataró para poder ser recibido en Barcelona con la gloria correspondiente) las peripecias del ferrocarril en España me resultan fascinantes y, como tanta gente, no podría concebir mi vida sin el gusano que circula por el camino de hierro. El tren, siempre el tren. El viejo ferrobús, el automotor, el cercanías verde, el TER, el TAF, los rápidos, los expresos, las literas, el Talgo, el AVE... En todos he dejado parte de mis días y mis noches, parte de mi paciencia, de mi asombro, y de todos he saboreado el placer de la contemplación del paisaje y el paisanaje, de los protocolos antiguos del ferrocarril, del descubrimiento de tierras desconocidas, de las estaciones dormidas en la noche, de los bares de cada nudo ferroviario, de las lecturas consumidas, de las conversaciones inverosímiles, de los retrasos inacabables. El ferrocarril me ha enseñado incluso a amar más el lento transcurrir de una tarde cansada de otoño, de lejanas líneas de horizonte o próximo matorral y arbolado; los expresos, aquellos coches verdes en los que se echaba la noche y después amanecía a velocidad de óleo, cruzaban la península de punta a punta enseñándonos el rosario de la geografía, de estación en estación, Alcázar de San Juan, Linares-Baeza, Espeluy, Andújar... Departamentos de olor a comida o a tabaco, de olor a humanidad, de gente distinta y remezclada, de largos asientos de espumilla y escay, de altillos llenos de maletas en las que cabía la vida, de literas compartidas en las que descabezar el sueño. Mi tren, más allá de los imprescindibles cercanías que me llevaban a la playa en las atiborradas mañanas de domingo, fue siempre el que unía Sevilla y Barcelona, llamado El Sevillano arriba y El Catalán en el sur. No hablo por hablar: hice ese recorrido muchas veces durante muchos años a partir de 1977. Salía de la estación de Francia sobre las siete de la tarde, bajaba hasta Albacete, se metía hasta el centro de Andalucía, pasaba por Córdoba y llegaba a la estación de Plaza de Armas nunca antes de la una de la tarde del día siguiente. Podías conciliar el sueño pronto, pero cuando despertaras te quedaba una interminable mañana hasta alcanzar Sevilla. La vuelta era semejante. Salíamos de Sevilla a las cuatro de la tarde, larga parada en Alcázar, madrugada en Albacete y llegada a Barcelona sobre las once o así, pasando la noche de bar en bar, de parada en parada, escuchando la voz de anuncio de cada estación, el ronquido del viajero, el llanto del niño, el crujido de las vías. No hubo de importarme: era joven y, aunque impaciente, amaba el ferrocarril y sus esperas.

Y España cambió. La Renfe ha sido uno de los más claros símbolos de esa evolución. Con todos los peros que hoy queramos asignarle, el ferrocarril en España es indudablemente superior al de países vecinos y está a años luz del que transitó por décadas anteriores. La alta velocidad permite cruzar España, o viajar entre puntos concretos, con una eficacia y comodidad absolutamente satisfactoria. Cuando el AVE estaba a punto de estrenar su primera línea Madrid-Sevilla, muy pocos creían que el trayecto se fuera a realizar en poco menos de tres horas. Sin embargo, fue así: incluso más rápido, en dos horas y media. El AVE fue la demostración de que en España se podían hacer las cosas tan bien o mejor que en cualquier parte, y ahí tienen su éxito: intenten sacar billetes para cualquier día a horas punta con pocas horas de antelación. Pero ahora resulta, y ahí quería acabar, que diversas iniciativas empresariales están trabajando en un proyecto de ciencia ficción: Hyperloop, el ferrocarril que circulará suspendido en el interior de un tubo y que permitirá alcanzar los mil doscientos por hora, es decir, mayor velocidad que un avión comercial. Muchas incógnitas me asaltan: cómo, dónde, cuándo y muchas más. Pero el desafío resulta apasionante y, sobre todo, haber alcanzado a verlo y razonablemente tener esperanzas de poder montarme en él atendiendo a la esperanza de vida de que gozamos ahora en nuestra sociedad. Quién se lo iba a decir a Biada, el impulsor del primer ferrocarril peninsular, hace hoy tantísimos años...