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Carlos Herrera  
El Semanal, 13 de abril de 2003
Domingo de Ramos

Hoy es Domingo de Ramos. Puede que, incluso, algunos no caigan en la cuenta; puede que no recuerden siquiera cuando llevaban las palmas a bendecir y estrenaban los zapatos aquéllos que debían durar hasta que el pie dijese no. Puede. Pero ese tiempo existió, como existe hoy este otro en el que unos aprovechan para huir despavoridos de la usanza diaria y otros se acogen a la tradición de sacar a Dios a cuerpo, a hombros, en andas. Hay una España innumerable que hoy se aglomera en torno a un Paso de Misterio o de Palio y que se recuesta a verlo venir en el rincón secreto de la tradición y la memoria. «Con un sol entre las manos/ y a lomos de un borriquillo/ por el Domingo de Ramos/ viene Dios hecho un chiquillo.» Sagrada y triunfante entrada en Jerusalén, que hoy tanto se parece a Zamora, a Málaga, a Sevilla; chiquillería con cirios en cuadril y bolsillos llenos de estampitas; «Nazareno, ¿me das un caramelo?»; bolas de cera pacientemente recogidas del llanto lento de cada llama; domingo de sol y reencuentros; un Dios que hoy es un poco más que una mano con dedos nudosos; plaza del querer donde pasan los años sin que nadie los cuente; corazones que abren sus cancelas de sangre; miradas desparramadas de los buscadores de perlas.


Hoy es Domingo de Ramos y un rumor de ángeles surge de entre los recodos y le viste a uno con ropaje de arrebato; me aturdo entre la nana y el respingo, entre las cruces y las rosas; cruza las esquinas la sombra de una parihuela y todo lo envuelve ese aire de portento cumplido. Todo porque hace un par de milenios -como escuché relatar- vivió un hombre que sólo saboreó la vida durante treinta y tres años, hijo de un humilde carpintero de pueblo y del que nadie supo nada durante el tiempo que tardó en cumplir los treinta. Nunca tuvo una familia, ni un hogar, ni vivió en una gran ciudad. Nunca viajó más allá de doscientos kilómetros de su lugar de nacimiento. Jamás escribió un libro, ni abrió una oficina, ni fundó una compañía. Tras morir torturado sus ejecutores se sortearon su única propiedad: una túnica. Han pasado veinte siglos y ese hombre es hoy la figura central para una gran parte de la humanidad. Todos los ejércitos que han desfilado, todas las armadas que han navegado, todos los reyes que han reinado, juntos, no han tenido la misma influencia sobre la vida de los seres humanos que tuvo ese hombre que protagonizó una vida solitaria.


Por un aquél de los milagros, lo veo venir entre vítores cotidianos sujeto a los arreos de una burra y, sin quererlo, noto cómo me vuelven a apretar los zapatos y cómo la mano de mi madre me coloca al cuello almidonado el lazo pespunteado alguna víspera. La sangre se me hace incienso espeso y vuelvo a oír las palmas repiqueteando en el suelo antes de que alguien consiga que me quede quieto para hacerme esta fotografía que ya verdea, como cada año, en la repisilla de las cosas quietas. Hoy es Domingo de Ramos y luce el sol interior de mi ciudad. Saldré a la calle a buscar los ojos ocultos de mi padre tras el antifaz severo de un penitente, pasearé entre los agobios como cualquier cosa, veré el asombro escrito en el rostro de mi hijo y me acordaré, inevitablemente, de la mirada triste y asustada de cualquier niño de Bagdad.


Ese por el que espero que hoy no me duelan los dientes al rezar