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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 25 de enero de 2007
La pena, penita, pena de Farruquito

Farruquito, todo sea dicho, no se ha puesto farruco.

Esa imagen de rey caído, acompañado por su leales escuderos, sin una bolsa en la mano, con la corte servicial obligada a abandonar a su líder a las puertas de prisión, es toda una metáfora de su vida reciente, la que por igual celebra de forma desmedida y vaporosa una boda de las mil y una noches y la que le pone en permanente huida de la justicia después de haber arrollado a un peatón y haberse dado a la fuga.

Ha preferido entrar en prisión, acabar con la lucha inútil por evitar las consecuencias de su acto delictivo, portarse bien, trabajar en lo que le digan y amortiguar, en lo posible, la condena de tres años de prisión.

No los cumplirá, está claro; apenas transcurran unos meses Farruquito recuperará la libertad y todos los que transportaban sus enseres como serviciales botones de hotel estarán esperándolo en la puerta con uvas y guitarras para vivir la fiesta más grande con más camisas partidas.

Hasta entonces, la ley ha decidido que pene por el grave delito que cometió.

Nada más. No hay que ensañarse con aquel que entiende, por fin, que tiene que responder ante la ley.

Sería bueno que todos los medios de comunicación tampoco considerasen este asunto como el filón de las próximas semanas: la familia de este hombre se merece pasar al plano discreto que determine su decisión y no convertirse en copartícipe de su condena.

Que éste la cumpla con aquello que proporciona difuminarse en el interior de una prisión, ese lugar en el que sobrevives siguiendo normas no escritas y en el que las tensiones del exterior sólo llegan filtradas por el cedazo de una reja.

Se ha reclamado justicia, y una de las primeras exigencias de su puesta en escena es la ausencia de ensañamiento.

Por otra parte, parece que el bailaor fue recibido con una salva de aplausos a su entrada en la galería que va a ser su vivienda: no se sabe si esos aplausos eran de admiración o bienvenida o de alegría por saber que no se iba a librar de la cárcel por ser un personaje de fama notable.

En uno y otro caso, Farruquito sabe que entra en una selva en la que la supervivencia tiene claves muy concretas y reglas que no se deben violar; si es listo, no tendrá problemas; si se cree dos palmos por encima de los demás, lo pasará mal.

En el exterior, entretanto, los habituales agitadores de péndulos se encargarán de crearle leyenda y cantar su ausencia tratando de hacerle a él la víctima del proceso, exactamente lo que no es.

Convendría que le dejaran reflexionar y que supliquen que la prisión le dé una capacidad para trascender de lo ocurrido: en una palabra, que salga mejor de lo que entró y que, una vez penado su delito, consiga rehacer plenamente su vida. Es lo que le deseo.