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Carlos Herrera  
El Semanal, 10 de diciembre de 2006
El nacimiento de Jaime Bretón

Definitivamente, el mejor belén del mundo lo montaba mi tío Enrique en su casa de la calle Verdi. Lo íbamos a ver los chiquillos con el cuello de la pelliza desplegado para abrigar las orejas de aquel frío de la infancia, en esas tardes de días previos a la Navidad en los que viajábamos por la fantasía de la vida con una chocolatina a medio deshacer en el bolsillo y los ojos en posición de plato de loza antigua. Ocupaba una habitación entera y era un prodigio en miniatura en el cual las proporciones y las perspectivas eran propias de un artista de la mejor época. Sólo puede ser comparado, así han pasado los años, con el que cada año confecciona Jaime Bretón en la habitación de la azotea de su casa sevillana de San Bernardo: viéndolo absorto y admirado, lamento cada año haber crecido y no poder asomarme, como lo hacen los más pequeños, al misterio que cada año recrea con la ayuda y colaboración de Silvio Torilo, el mejor belenista de España junto con otros nombres prodigiosos, los míticos Castell y Joan Mestre, de Barcelona; Juan Giner, de Alicante; José Luis Mayo, de Madrid, y los insuperables Paco y Lola, de Castilleja de la Cuesta. Silvio era representante de ropa interior y se ganaba unos duros confeccionando belenes para amigos y conocidos, hasta que dejó el apasionante mundo de la braga para dedicarse profesionalmente a lo que le gustaba: hoy hace lo que quiere, se gana razonablemente la vida y monta, entre otros, el espectacular y delicioso belén del Círculo Mercantil de Sevilla, abierto a visitas en la calle Sierpes. Es, posiblemente, el gran prioste del belenismo español.

Ahora, por la Purísima, quedan instalados los nacimientos para concelebrar el misterio sagrado de las vísperas: los hay rústicos e improvisados, los hay pequeños y de rincón, los hay con banda sonora y voz de narrador y los hay sencillamente deslumbrantes, como es el caso del de Jaime, que considera la Navidad como un reclamo a la intimidad artística, lejos de la pasión consumista –contra la que no tengo nada en especial– y cerca del encuentro cálido de amigos que visitan su prodigioso rincón. Me da la impresión de que los belenistas se conocen todos entre ellos, de que confeccionan una ruta privada de los mejores nacimientos de las ciudades y se visitan de atardecida, se intercambian figuras y se admiran secretamente. Bretón, por ejemplo, cambia cada año desde el último pastorcillo hasta el mismísimo Niño Jesús: escoge un pasaje que le llame la atención y lo desarrolla entre montañas prodigiosas, pesebres recoletos y columnas de romanos a lo lejos. Este año, sus figuras son obra nada menos que de Luis Álvarez Duarte, tal vez el imaginero vivo más importante de España, que viene a ser como si mi reforma del cuarto de baño la dirigiese Santiago Calatrava en persona o como si Eduardo Arroyo me decorase la pared del salón con un puñado de sus pinceladas sublimes. Algunos quieren ser tan aparatosos que tal parece que su belén lo haya construido el MOPU y que la iluminación haya sido cosa de Iberdrola: son industriales, pero no todos tienen alma. Un nacimiento en el que –como dice Antonio Garmendia– la gallina sea más grande que el castillo de Herodes puede ser perfectamente un nacimiento con alma. Está en función del empeño personal con el que se haya confeccionado. Los grandes locos de este tema empiezan a trabajar con los calores de septiembre y acostumbran a dejarlo hasta la Candelaria, allá por febrero, que viene a ser cuando Jaime y los demás, con todo el dolor de su corazón, desmontan el escenario y guardan el diorama en el almacén correspondiente (el diorama es ese cajón al que te asomas como si fueras a ver por una ventana y en cuyo interior se vislumbran las maravillas que es capaz de hacer, en el caso del de Bretón, el gran maestro catalán Agustín Sarrate).

A partir de hoy queda abierta la ruta de los nacimientos, de los pesebres, de los belenes. A pesar de que ya no esté mi tío Enrique para robarnos el asombro, cojan a sus chiquillos de la mano y vayan a visitar el alma íntima de la Navidad que se desparrama por media España: es el momento de dar por inauguradas las vísperas.