Tendrían que conocer el entorno de Doñana. Sí, bueno, claro, y Doñana, pero para eso hay que pedir hora –que se pide– y te la enseñan magníficamente bien. Digo el entorno de pueblos y campos que rodea el parque, blanco y verde de la cal y el pasto, los pinares y las dunas, las aguas atlánticas y las marismas quietas. Y los basureros en los que algunos han convertido sus hectáreas privilegiadas. A la vera de la Aldea del Rocío, no muy lejos del Puente del Rey y del Puente del Ajolí, Juan Alonso, al que todos llamamos Juani, compró y escrituró unas tierras abandonadas que servían de estercolero y de receptáculo de basuras y chatarras. Ni un pino ni un abedul ni siquiera un maldito eucalipto, sólo rastrojos, jaramagos y hierbajos era lo que proliferaba por ahí. Con su carro fue limpiando el terreno, con sus manos buscando pozos y con su dinero trayendo la luz. Con los años ha transformado aquel paisaje desolador y vergonzoso en un pequeño paraíso en el que pastan bueyes, vacas y terneros y se crían caballos españoles y crecen frondosos árboles de sombra y frescor. Tocado por la difícil y esquiva gracia del buen gusto, Juani construyó una choza rociera y marismeña en la que vivir con su mujer y su hijo: recuperó maderos que otros iban a quemar y construyó la estructura, enjabelgó paredes, techó con brezo y no levantó ningún edificio espantoso de tres plantas ni nada parecido, cosa que podría haber hecho y que, por cierto, otros hicieron en su día. La choza de Juani es un retrato de la Doñana de antes con todas las ventajas de la tecnología de ahora: da gusto verla y sentarte al fresco para charlar de caballos y becerros con un vaso de vino y la generosidad acogedora de este exquisito hombre de campo. Idílico todo, ¿verdad? Pues, ¡ay!, todo eso se acaba en cuanto llegan los funcionarios del Plan Doñana 2005, que es un invento sacado de la manga para trincar un poco más de Bruselas y le dicen que tiene quince días para abandonar la tierra, que van a expropiar para dejarlo todo como estaba hace unos treinta años. Es decir, con chatarra y mierda. Le dan cuatro duros y quieren meter una máquina que tire todo lo que allí se ha hecho, casa y arbolado incluidos. Otros moradores de la zona que separa Almonte de El Rocío han cogido las monedas y han soltado los metros de terreno que tenían absolutamente descuidados, pero Juani no es partidario de hacerlo y piensa batallar hasta el último aliento: la armonía del terreno ha vuelto a ser la de hace doscientos años, no la de hace treinta, como pretenden los hidrológicos del Guadalquivir. Aquella marisma de entonces, desprovista de intereses industriales y de masificaciones varias, estaba llena de los mismos árboles que ahora ha replantado nuestro hombre: castaños autóctonos, palmitos, acebuches, álamos, alcornoques, encinas. Esos árboles sólo se ven ahora en la parcela que quiere invadir la Confederación, no en las demás, que tampoco lucen una choza hecha de junco y adobe. ¿Qué razones hay para hacer desaparecer lo único bonito que hay ahí?: las que tengan no se las han explicado al interesado, propietario de unos terrenos que ni siquiera han visitado. Nadie, ciertamente, se ha personado para ver aquello. Nadie. Probablemente porque no tienen nada que decir ni que proponer, es decir, porque no hay proyecto. Resulta ahora que el trabajo de un hombre que ha conseguido transformar un reducto tóxico en un hogar va a verse echado por tierra por unos funcionarios que dicen velar por la recuperación de las marismas y que ni siquiera han tenido tiempo para conocer in situ el territorio por el que le van a sacar unos duros a la Unión Europea.
Desde luego, yo, de Juani, no me movía ni con agua caliente. Que se preocupen de otras actuaciones urbanísticas, que hay tarea en la vega del Guadalquivir.
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