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Carlos Herrera  
El Semanal, 16 de marzo de 2003
Poetas

Mi hija Rocío, sevillana que frisa los nueve años y que gasta maneras de cigarrera en jarras, ocupa parte de su tiempo libre, que no es mucho, escribiendo poemas. (Habla un padre_enamorado, es cierto, pero sigan leyendo; verán a lo que voy.) No es infrecuente la noche en que me desea felices sueños con una cuartilla cuadriculada en la que ha escrito impacientemente unos pocos versos curiosísimamente estructurados: el pasado sábado, sin ir más lejos, se asomó a mi escritorio y me deslizó unas líneas que hablaban de las plantas y que estaban ilustradas por unas macetas que supuestamente caían desde una miranda. No me resisto a transcribirles un retazo:

«Salí al balcón/ y se me cayó una flor/ Mi padre se asomó/ y se asustó/ Salió corriendo/ ...y la gente mirando

Ya sé, ya sé, hay miles de niños que escriben cosas así a diario, pero a lo que voy es que también hay cientos de poetas oficialmente consagrados que escriben versos parecidos. Cuando uno se asoma a los poemarios de muchos vates instalados en el arrimadero sublime de la creación, se da de bruces con apariencias tan desmayadas como ésta. Ese final -«.y la gente mirando»- puede ser hallado en muchos de aquéllos que confeccionan esa poesía moderna que consiste en no rimar jamás y en dar siempre la impresión de que está traducida. Los que añoramos aquellos versos que rimaban 'lecho' con 'pecho' y que acabamos siempre refugiados en el soneto -en el que no hay más huevos que seguir la norma y del que hay siempre que agradecer que se sabe lo que dura-, tenemos la inconfesada sensación de que cualquiera puede ser poeta. Esa democratización horizontal de la poesía, consistente en otorgar tal título a cualquiera que invoque la belleza a través de atajos conceptuales, ha brindado un aluvión de componedores de frases de no excesiva sonoridad aupados a la imagen de seres rodeados por una aura llena de gracia que levitan, levitan, y llegan al éxtasis a través del gerundio final. Cuando leemos un_poema de un albanés -Kadaré, por ejemplo, tan sublime- y lo hacemos traducido al castellano nos quedamos con la sensación de estar comiendo sin sal, lo cual es muy sano, pero incompleto; tal cosa ocurre cuando se lo leemos a muchos poetas patrios, con la diferencia que éstos no han sido traducidos y con el agravante de que lo han cocinado directamente, sin intermediarios. Esta afirmación tan políticamente incorrecta puede costarme los salivazos de no pocos estetas que basan el éxito de un poema en correr un párrafo un poco más a la derecha y en fracturar el verso a la altura de la preposición, lo sé; coincido con ellos en que toda investigación plástica del lenguaje es poca, resulta divertida y novedosa, pero difiero en que ello sea fundamental y en que la poesía sea un ejercicio de gimnasia visual.

Tal vez yo no lo sepa, pero puede que esté incubando un poeta en casa. O tal vez sea que muchos poetas son, simplemente, unos vagos iluminados que prefieren librar de sus adentros el alma del niño que aún conservan. No lo sé. Creo que voy a tener que esperar unos años para encontrar la respuesta.

«.Y la gente mirando». Qué bello verso. Compréndanme, es una niña, la mía, y con ella no tengo la sensación de que me están