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Carlos Herrera  
El Semanal, 22 de octubre de 2006
La piedad de Miguel Ángel

Después de veintitrés años, su nombre es sólo una estadística, una cita contable, un archivo nominal, uno de los miles, millones de nombres en el registro de entrada del cementerio barcelonés de Las Corts. Cuando murió, tenía poco más de treinta años y su familia se resumía a una tía lejana que apenas veía al cabo del año. Ni padres ni hermanos ni hijos ni mujer. Perezosea su recuerdo, eso sí, en la memoria de quienes lo conocimos y tuvimos la suerte de entrar en sus cosas, en sus humoradas, en sus fantasías, en su descomunal corazón de gigante. Miguel Ángel Ramón de San Pedro –«un tío que tiene por apellidos cuatro nombres comunes no puede ser normal»– daba media vida por quedarse con el personal: uno de sus números favoritos consistía en entrar en un vagón del metro de Barcelona con una bolsa de deporte en la que llevaba un teléfono negro de baquelita. Conchabado con otro secuaz, a medio camino entre Fontana y Diagonal hacía sonar una grabación de timbrazo telefónico y, parsimoniosamente, sacaba el auricular de la bolsa y contestaba con absoluta normalidad a la supuesta llamada de un desconocido. Después de balbucear algunas excusas alzaba la vista y, dirigiéndose al otro lado del vagón, le espetaba a su amigo: «Perdone, es para usted». Ni que decir tiene que el amigo conversaba con toda naturalidad y le recriminaba a su interlocutor que hubiera molestado a aquel señor tan amable para una tontería así. Sin más, se daban las gracias, volvía cada uno a su rincón y seguían el viaje como si tal cosa. Ese amigo, no pocas veces, era yo. Veinte años antes de inventarse el móvil, él ya lo utilizaba. Otras veces gustaba de comprar en los colmados barceloneses la papela de habichuelas cocidas que solía venderse al peso. Las chafaba mezclándolas con algo de coca-cola y adquiría una entrada de anfiteatro de cualquiera de los cines de la ciudad.

Cómodamente instalado en la primera fila, en el momento cumbre de la película, vertía el contenido hacia las cabezas del público de platea mientras emitía el característico sonido del vómito y la arcada más salvajes. Los gritos, los insultos, cuando no la interrupción de la película y el prendido de las luces, acompañaba su salida a empujones de las selectas salas de reestreno de la ciudad. No pocas veces te pedía que si lo encontrabas con algún desconocido por el barrio le siguieras la broma cuando te empezaba a saludar y a hablar en árabe de camelo: no te decía cuatro cosas, te tenía diez minutos improvisando una conversación inusitada. Cuando creía que era suficiente, ante la perplejidad del otro, te daba un abrazo y te despedía sin haber cruzado contigo ni una sola palabra inteligible. Cojo, feo, jorobado, huérfano y cardiópata, a Miguel Ángel le sobraban razones para el pesimismo: sin embargo, a pesar de saberse candidato al aneurisma o al infarto, jamás dejó que le importunara el mal fario ni que le condicionase la vida su endeble salud; amaba a las mujeres, quería a sus amigos y estaba enamorado, rotundamente, de su país, España. Acostumbrado a vivir solo desde muy jovencito, cuando perdió sucesivamente a su padre y a su madre, manejaba un aserto del que jamás me he desprendido y que me he sorprendido utilizando más veces de las que podía suponer: «Carlitos –decía–, no hay nada insuperable. Si yo, siendo la piltrafa que soy, he conseguido pasármelo bien, lo puede conseguir cualquiera». No quería, eso sí, visitar al médico bajo ningún concepto: ninguno de sus amigos conseguimos jamás que se dejara ver por un cardiólogo que le aconsejase cómo garantizarse una vida saludable. Daba la impresión de saberse presto a la muerte y de no querer interponerse entre su propia persona y su destino. Consecuentemente, una tarde, después de una buena comida de risas y vinos, le reventó el corazón en el taxi que lo llevaba a casa. Fue a morirse a la altura del portal de Jordi Pujol, al que tanto detestaba. No tuvo piedad consigo mismo, aquel que tanto la tenía con los demás. Su nombre, borrado de una lápida de circunstancias, me vuelve hoy a la memoria como tantas veces, envuelto en la lágrima del perpetuo adiós. Yo también a la sombra de este almendro de natas te requiero para hablar de muchas cosas, de todas las que tenemos pendientes en estos años de ausencia, compañero del alma, compañero. Después de tanto tiempo de que nadie haya vuelto a hablar de ti, permíteme que deje a los pies de tu nombre estas flores del recuerdo en forma de artículo.