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Carlos Herrera  
El Semanal, 29 de abril de 2018
El insólito cinismo de los criminales

El rasgo que más ha vuelto a llamar la atención en este crimen, aparte de su crueldad, es la suficiencia con la que la criminal ha pasado diez días creyéndose invulnerable

Lleva casi dos meses en El Arcebuche, la prisión de Almería; si es que en el transcurso de estos días, después de escrito lo que continúa, no ha sido trasladada a otro centro penitenciario. Comenzó compartiendo celda de dos camas, cual si fuera una residencia de estudiantes, en compañía de una condenada por homicidio. En la celda podía tener televisión, ya que la otra inquilina la había adquirido en el economato de la cárcel. Se levanta por la mañana, hace su cama, se asea, acude al desayuno, al patio, al desempeño que pida o que le asignen, vuelve a su celda, come, puede que tome algún libro de la biblioteca, entabla conversaciones con quien no le tenga demasiada adversión, cena y se retira a dormir tenga sueño o no. Y así un día tras otro hasta cumplir la pena que le imponga el juez, que puede ser muy severa si no prospera la intención de sus abogados de presentarla como una pobre víctima de sí misma que se sintió amenazada por un niño de ocho años que blandía peligrosamente un hacha. Ana Julia Quezada habrá de sufrir una pena que, a pesar de que a algunos pueda parecerle liviana, será considerable.

El rasgo que más ha vuelto a llamar la atención en este crimen, aparte de su crueldad, es la suficiencia con la que la criminal ha pasado diez días creyéndose invulnerable. Ana Julia cometió el crimen, volvió al escenario, se sumó a la inquietud de la familia, desplegó toda una inconfundible panoplia de angustia e hiperactividad, protagonizó escenas de apoyo muy afectivo al padre del niño y trató de dar la idea de que no descansaba por el dolor de la pérdida. Engañó a todos menos a la Guardia Civil. Ya es sabido cada uno de los errores que cometió y el desenlace final, del que vamos conociendo pequeños detalles con cuentagotas, todos estremecedores. Pero nos sorprende que alguien capaz de cometer un crimen de tales dimensiones sea un consumado cínico diestro en escenificar el papel de deudo con tanta precisión. Es el caso de no pocos reos de estos últimos tiempos. Bretón o los Basterra, por ejemplo.

Bretón, el cordobés de mirada inquietante, fue capaz de matar y quemar a sus hijos con el fin de hacerle un gran daño a su exmujer. Todos recordamos cómo ese hombre era filmado asegurando haber perdido a sus hijos en un parque de Córdoba. A todos nos angustió la sola idea de que alguien pudiera raptar a dos chiquillos en plena tarde mientras un padre miraba distraído al lado opuesto de los columpios. Bretón representó como pudo al hombre atormentado al que le han robado dos hijos, cuando él mejor que nadie sabía que estaban en el fondo de una pira. Finalmente, a pesar de un considerable error forense, pudo demostrarse que los huesos encontrados en la finca Las Quemadillas eran de niños de entre dos y seis años, las edades de los hijos de Bretón. Fue condenado a cuarenta años y en la cárcel, al parecer, ha hecho gran amistad con el asesino de Pioz, que se llevó por delante a cuatro miembros de una familia.

El matrimonio Basterra, padres de la niña Asumpta, se personó absolutamente compungido en una comisaría para denunciar la desaparición de su hija. Escenificaron el consabido dolor y angustia hasta que el cuerpo de la niña apareció en una pista forestal. Había sido estrangulada, y la autopsia desveló que fue previamente intoxicada con cantidades bárbaras de diversos ansiolíticos. Pronto las evidencias se fueron cerrando sobre ellos: sin que aún se sepa por qué, Alfonso y Rosario, aquellos padres que tan doloridos y apesadumbrados, se mostraban en todas las imágenes, urdieron un plan para ir envenenando a su hija, finalmente estrangularla y abandonarla en algún lugar en plena noche. El juicio fue incapaz de aclarar el móvil, que aún sigue siendo un misterio, pero sí los hechos, todos igualmente estremecedores. Fueron condenados a dieciocho años cada uno. Dentro de poco tendrán derecho a pequeños permisos.

Los tres casos son ejemplos no solo de maldad infinita, sino de cinismo imbatible. Y de inverosímil confianza en no ser descubiertos. Afortunadamente, están a buen recaudo.