Un latigazo estremecedor me sacudió el sentidero cuando fui consciente de que acababa de conmoverme con una película de Joselito. Una vez más. Miré en derredor por si alguien me hubiera sorprendido en trance tan comprometedor, pero sólo estaban mis hijos conmigo -más preocupados por disputarse el sofá que por otra cosa-, con lo que, lógicamente, suspiré aliviado. Reflexioné exculpándome: ¿qué culpa tengo yo de ser un sentimental barato que se deja pellizcar por un mocoso con hipotrofia que le canta un bolero a una abuelita tocada con echarpe y bigudíes? Algún día tendré que salir de este incómodo armario de las apariencias, me dije. Y no voy a tener más remedio que hacerlo hoy.
Sí, me gustan las películas de Joselito. Es más, me gusta Cine de Barrio. Mi mujer, sabiendo mi debilidad, le pidió a los reyes que me echaran un lote que venden por teléfono y que contiene sus cinco cintas capitales. No soporto el cine nórdico, ni el francés, ni el iraní, ni lo que muchos críticos consideran obras maestras. Me gusta sentarme en mi mesa camilla con brasero -sí, sí, con brasero, con brasero, jódanse- y dedicar una tarde a canturrear por lo bajo las enternecedoras coplas que salpican su filmografía. Cada semana acudo con nerviosismo a la crítica que comenta las películas que van a echar por el televisor con la esperanza de que alguno de los pedantes que escribe de cine me comprenda y me aconseje que la vea. pero no, es biológicamente imposible que ni uno sólo de esa reata de ensimismados diga siquiera que la película no provoca vómito. Y sé que debo dejar de acomplejarme. Los creadores de opinión machacan a diario a quienes no alcanzamos el disfrute con todas las vanguardias: si uno dice que mucho de lo que desfila por la Pasarela Cibeles, por ejemplo, no son más que andrajos, recibe la mirada fustigadora de los que entienden y de los que fingen entender; si a uno se le ocurre dudar de la estabilidad mental de algunos de los que exponen en ARCO o de quienes ponen cara de papanatas ante un váter boca abajo es despreciado con una suficiencia que se asemeja a una forma larvada de racismo intelectual. Así todo. Y llega un momento en el que uno no puede considerarse tarado durante las veinticuatro horas: yo soy descreído, tan descreído como el que más, pero tengo mi corazoncito, y en algún pliegue genético se esconde el resorte que me hace emocionar con las cosas sencillas, bobas, melodramáticas. Sí, me gustan las películas de kárate, las de Marisol, las de Tony Leblanc, las del marido aquél de la Mujer de Rojo que se pasa dos horas dando guantazos a los malos; me gusta el doblaje, las sevillanas, los americanos, el tinto de verano, la Navidad, el boxeo, Matalascañas, la sangría. Me gustan las cosas que, por lo visto, no deben gustar a aquéllos que están comprometidos con determinadas ideas de progreso intelectual. Cuando admito esto ante cualquier traductor de las tendencias correctas, tengo que hacerlo acentuando mi ironía para que el interlocutor justifique seguir siendo colega y cómplice -sonríen algo nerviosos y cambian de conversación-. No se puede vivir así eternamente y sé que acabo de defraudar a muchos, pero ya es tarde para rectificar.
Escúpanme ahora o callen para siempre.
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