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Carlos Herrera  
El Semanal, 15 de abril de 2018
El negocio de las falsificaciones

La proliferación de estos productos afecta a puestos de trabajo que no se crean y favorece la explotación laboral allí donde se fabrican

Quién no ha tenido la tentación de comprar cualquier baratija de imitación en los muchos mercadillos que proliferan por España? ¿Quién no se ha parado ante la lona de cualquier mantero curioseando ante los productos aparentemente idénticos a los grandes iconos del lujo? ¿Quién no se ha hecho con una imitación de cualquiera de los grandes relojes en un viaje a China, Turquía o Nueva York? Hay quien lleva un Franck Muller de imitación –algunos ya muy logrados y que no se paran a los cuatro días– y dan el pego porque se trata de personas que podrían comprárselo. O quien exhibe o regala un bolso de Loewe que parece perfecto a poco que no se mire muy fijamente. Son cosas que tienen que ver con el hedonismo, la individualidad, la belleza, cierta felicidad y esas cosas que proporciona la identidad de una marca. Es cierto que muchos de los que buscan exclusividad acaban renunciando a ella si se aperciben que todos los demás acceden a lo mismo que tanto les ha costado conseguir, pero el negocio es próspero para quienes copian lo que otros han innovado.

En los diversos ‘piojitos’ de España, se venden prendas que aparentemente exhiben el nombre de los grandes diseñadores de ropa y complementos, pero que llevan una pícara y divertida trampa: calzoncillos ‘Dolce y Gabino’, gafas ‘Ry Ban’ o ‘Ferarri’, camisetas ‘Calvin Klaine’, zapatillas ‘Kike’ o ginebra ‘Lirios’. Son embustes divertidos que apenas cuestan unos euros. La falsificación pretenciosa, en cambio, es distinta y supone un gran negocio para no pocos delincuentes y supone mucho dinero para grupos delictivos bien organizados. Utilizan, por ejemplo, a los manteros recientemente de actualidad, que no son más que trabajadores inmigrantes obligados a vender mercancía falsificada para pagar sus deudas con los traficantes de personas que les han proporcionado una forma de llegar irregularmente a España. La proliferación de esos productos, que van desde los textiles hasta los alimentos, pasando por perfumes, cosméticos o medicamentos, priva al sector público de no pocos ingresos fiscales, supone un peligro para la salud pública –perfumes que garantizan dermatitis o pastillas riesgosas que ponen en peligro a sus consumidores–, afecta a puestos de trabajo que no se crean y favorece la explotación laboral en los lugares donde se fabrican. No hablemos del material discográfico o cinematográfico. El valor económico mundial de los productos falsificados, es decir, el dinero que se paga por ellos, ronda los 650.000 millones de dólares, lo cual nos da una idea del negocio que supone.

En España, el dinero que se gasta o se recauda en este tipo de productos supera con creces los 1000 millones de euros al año, lo que tiene una importante repercusión en la economía legal. Los comerciantes que venden en calles donde proliferan los manteros que ahora quiere legalizar o despenalizar la banda de Podemos pagan impuestos diversos y ven cómo la competencia desleal los priva de los beneficios empresariales a los que tienen derecho. No pocas empresas se ven obligadas a aumentar los precios de sus productos verdaderos para compensar las pérdidas que les provocan las falsificaciones. Eso se traduce también en puestos de trabajo que no se crean: en España se calcula que en torno a los 67.000 al año. No es poco.

Es dinero, por cierto, que no se queda en España: se bombea fuera y se escapa del control fiscal. Es razonable, por tanto, que sea una actividad considerada ilegal y que sea perseguida por las autoridades. La compra de esos productos no está penada, pero sí el tráfico y la venta, aunque lo más que le puede ocurrir a un vendedor ambulante callejero es que le requisen el material y salga sin problemas del aprieto. La venta ambulante, por cierto, no está penada: es legal siempre que se ciña a las normas administrativas que la regulan. Lo que está penado es el producto falsificado, el cual no tiene más importancia si se ciñe a una persona que compra a otra un solo producto, pero que cuando suma a la totalidad se convierte en un inmenso fraude. Por lo visto, hay a quien, desde la proclama política y de forma absolutamente irresponsable, le importa un absoluto pepino. Pepino real, por supuesto, no falsificado. Muy divertido, pero contraproducente para el interés general.