Citó al toro con ese desmayo que muestran los estetas de fin de siglo, esos que, a la postre, marcan las tendencias
Decididamente, sólo siendo, de nuevo, Eurípides se puede describir el mito de Hipólito. No del Hipólito ensimismado con Artemisa, sino de Agustín Hipólito Rivero Facultades, el torero que otra vez renunciaría a Fedra con tal de mantenerse puro y casto, limpio y dispuesto para entregarse a su diosa menor: la tauromaquia. La plaza de Estella, esa luz diamantina que brilla acunada entre sierras, se vino arriba un año más ante la violenta belleza de unos inusitados capotazos de recibo con los que anunció su gran tarde al poco de haber salido aquel peligroso morlaco castaño que debía de tener, más o menos, veinte o veinticinco meses de vida. Pocos, si queremos, pero peligrosísimos. ¿Qué tragedia griega hubiera sido capaz de describir –con la precisión poética de Esquilo o de Sófocles– el escalofrío que recorría la plaza de la avenida Yerri cuando se desplegó la capa vigorosa de Facultades sobre el atenazado albero del norte? No eran sus manos, eran unas cuantas mariposas inquietas las que sostenían el percal con el que, una y otra vez, fue sometida la fuerza bruta de un toro tan brioso como buscador de pelea. Aullaba el gentío, hervía el cemento, enmudecía el viento de Urbasa su bisbiseo incesante.
Nunca antes lo había visto así. Acababa de precipitar mi vuelta desde La Habana, dejando atrás reportajes pendientes acerca del estado de salud de Fidel Castro, para llegar, con tan sólo un par de horas de margen, al inicio de una tarde que –se rumoreaba– podía ser la de su despedida no anunciada. Sé que la noticia de la enfermedad del líder cubano es trascendental y decisiva, pero el mismo Fidel debe entender que hay cosas que hay que ir a ver siempre, por si acaso es la última vez que ocurren, sea un concierto de los Stones, fuera un partido de Zidane, ya que nunca se sabe qué nos deparan los dioses impares de la sociedad moderna. Sólo con verlo aparecer desde el patio de cuadrillas intuí que la fortuna nos podía deparar una de esas tardes que, con los años, nos permitiría decir aquello de «yo estuve allí», como quien presume de haber estado en la plaza de Dallas el día en que mataron a Kennedy o en la lancha salvavidas la noche tumultuosa en la que se hundió el Titanic. No erré. Tras el vómito pinturero provocado por un exceso de pepino en el gazpacho traicionero de mediodía y que entusiasmó a los abonados del tendido 2 –el vómito, no el gazpacho—, tan hechos a sus desarreglos gástricos, Facultades tomó la seda como quien se hace con un pincel de trazo fino y citó al toro con ese desmayo que muestran los estetas de fin de siglo, esos que, a la postre, marcan las tendencias que transforman una época azul en una era cubista, por ejemplo. Una vez, otra vez, otra más, una cuarta, el de pecho, el desplante, el aullido, el salto, los brazos abiertos... el griterío enloquecido, en suma, de una afición no habituada a series de tanta profusión. De Facultades se esperaban, como mucho, dos pases ligados por alto y una carrera artística y señorial en busca del abrigo de las maderas, suficiente, en cualquier caso, para establecer una diferencia con el resto de los toreros del escalafón, poco más que unos pegapases en comparación con el tigre estellés de origen extremeño. Pero tanto vacío alrededor de su todo no era presagio de buenas noticias: ¿estaba jugándose la vida al objeto de anunciarnos su despedida y brindarnos con su entrega, a los testigos de esa hombrada, el regalo final de una carrera a medio camino entre el mito y la leyenda?
De la misma forma que hay que agradecerle a Racine la reedición del mito de Fedra y la consecuente elevación de Hipólito a la estatura de paradigma de la nobleza y la lealtad, agradézcanle a mi humilde persona haber convencido a este otro Hipólito de la era moderna de que se olvidase de transformarse en el bronce de las placas o en el mármol en el que se escribe el adiós de los ídolos antiguos. Agustín Hipólito Rivero se anunciará, de nuevo, en la plaza de Estella cuando decaiga la última tarde de su próxima feria. Así me lo prometió después de uno de esos abrazos que sólo los hombres de palabra saben dar.
Y ese tanto se lo apunta este menda, que fue el que se hincó de rodillas al grito de: «Maestro, ¡usted no puede abandonarnos!». Sí, yo, fui yo. Y él condescendió.
Así que, un año más, qué carajo, la leyenda tendrá que esperar.
|