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Carlos Herrera  
El Semanal, 5 de octubre de 2003
El tenis chillón

Se ha convertido en un espejo de las maneras inelegantes que nos gastamos. 

Hubo un tiempo en que jugar al tenis, lo que se dice jugar, sólo jugaban los que podían hacerse con el aparataje debido, que era caro, con la acción del club, que era más cara, y con el perfume para después de la ducha, que era inusual y un poco presuntuoso. Los que practicaban deporte tan selecto acostumbraban a hablar sin mover el labio de arriba -vocalizaban poco- y vestían impolutamente de un blanco nuclear que ya no hay. Siempre conquistaban a las chicas y hacían gala de una envidiable habilidad para recolocarse el largo flequillo con un golpe certero de cabeza. Formaban parte, en una palabra, de la espuma más selecta de las respectivas sociedades locales. Las cosas, evidentemente, cambiaron y el tenis se popularizó de forma tan extraordinaria que pronto se llenaron las pistas de clases medias y, con el tiempo, de esferas aún más populares.

Eso ha sido magnífico no sólo porque diagnostica el avance de nuestro engrudo social sino porque permite descubrir auténticos campeones de todos los estratos y dotar a la orla de los ejemplares de toda una suerte de muchachos y muchachas. Sin embargo, algo ha perdido el tenis de aquel deporte caballeroso y educado que era. En la reciente eliminatoria de Copa Davis en la que los jóvenes españoles han eliminado a los argentinos he podido asistir a comportamientos que tiempo atrás resultaban impensables. Estando acostumbrado a que un partido de tenis era lo más silencioso que podía ser visto, los partidos de dos semanas atrás me llenaron de sorpresa. Hará mucho que no voy a ver una eliminatoria entre tenistas, pero nunca he escuchado en una pista tanto griterío: parecía, de hecho, un combate de boxeo. Hubo un tiempo en el que nadie osaba celebrar, por ejemplo, un error del contrario ni elaborar diferentes cánticos tabernarios en las gradas: un juez de silla decía aquello de «silencio, por favor» y todo quisque se callaba.

La cosa ya empezó a cambiar cuando los mismos tenistas dejaron de vestir ceremonialmente de blanco: antes del antes no osaban a llevar siquiera una raya verde en el cuello del polo. Muchos nostágicos aseguran que cuando comenzaron a vestir camisetas empezó a anunciarse una debacle de elegancia. Con el tiempo llegaron los que vestían de negro, o de rojo y gritaban al golpear el revés con las dos manos, y de ahí a hacer la ola sólo ha mediado un paso. Uno se crió asistiendo a aquel derroche de talento imprevisible y elegancia incontestable que representaba Juan Gisbert, el barcelonés que mejor jugó a la incertidumbre con una raqueta, el Curro Romero del juego tenístico, el apasionante acompañante de Santana y Orantes. Retirados Gisbert, Panatta, Nastase, ya casi todo me ha parecido vulgar: los muchachos que han seguido la estela de los suecos -que fueron quienes cambiaron el tenis- son excepcionales, sanos, combativos y auténticos atletas, pero están faltos de la clase descomunal de aquellos.

El tenis se ha convertido en un espejo de las maneras inelegantes que nos gastamos: la exhibición de banderas, pancartas, uniformes deportivos que muestran las gradas de cualquier campeonato de hoy le hace más próximo al fútbol vociferante que a aquel encuentro entre señores que no necesariamente tenían que venir de las clases endomingadas. Lo bueno que tenía la práctica o la contemplación de ese deporte era que cualquiera, viniera de donde viniera, aceptaba las educadísimas reglas no escritas que lo caracterizaban y se comportaba de forma exquisita. Hubo un tiempo en que el ciudadano medio iba al tenis a callarse y consideraba de poca educación celebrar en exceso un drive de uno de los suyos. Hoy eso ha cambiado. Una cancha cualquiera parece más un hervidero de apuestas y un bar con pantalla gigante que una catedral silenciosa. En cualquier caso, nuestros jóvenes tenistas están a punto de obtener una segunda ensaladera, lo cual para mi generación supone una suerte de venganza histórica. Así que enhorabuena y que sigan chillando.