Los hay, incluso, que estrenan equipaciones que huelen a nuevas.
Se acabó lo que se daba. Los habituales vericuetos por los que andamos quienes hemos salido a holgar fuera de nuestros jardines cementados ya estamos en casa, deshaciéndonos de melancolías absurdas y musitando maldiciones varias. Es el momento en el que uno piensa en todo lo que no hizo durante las vacaciones y que bien quisiera haber hecho y en las consabidas propuestas personales a las que ha sometido a su voluntad para los próximos meses, de las que, indudablemente, una de las más comunes es la de recuperar cierto aspecto decente y deshacerse de las adiposidades que se han instalado a vivir en nuestro cuerpo. El gimnasio se impone como solución más a mano: es el tiempo en el que los entrenadores personales y los colectivos saben que va a redoblar o a triplicar esfuerzos para complacer a tanto hijo del remordimiento y de la sobrasada.
Vuelves a tus centros habituales de relación con los demás seres humanos y no es extraño que escuches como otro individuo te dice mientras mira de soslayo tu indisimulable tripa: «¡cómo se notan las tapitas del chiringuito!», o una gracia semejante. Inmediatamente él o ella -más él que ella- mete barriga y piensa en el esfuerzo a realizar para recuperar un cierto perfil apolíneo y para que los trajes de invierno vuelvan a poder ser calzados en esa estructura ósea y grasienta. Aquellos que no han decidido ser gordos y felices establecen un programa de mínimos -fuera el pan, fuera el azúcar, fuera el alcohol, fruta por la noche, verdura al mediodía- y se abalanzan a los gimnasios con el firme propósito de aguantar, al menos, unos meses, cosa que no consiguen ya que la media de permanencia en los mismos no pasa de dos o tres días. Los gimnasios, habrá que decirlo, son muy aburridos, y al cuarto día de doblar el espinazo haciendo abdominales siente uno la tentación de espaciar las citas con la musculación a dos a la semana en vez de tres y a una en vez de dos.
Los preparadores lo saben perfectamente: el noventa por ciento de los que suscriben un pago en setiembre para asistir al coñazo de las pesas y la bicicleta estática no duran ni cuatro días. Al quinto ya pasan más tiempo en el jacuzzi -o como se escriba- que en la máquina de hacer pectorales. Se llevan una radio de auriculares, pero les molesta la musiquilla frenética y encomiástica que suena por los altavoces; cuando no se les olvida la toalla no se acuerdan de llevarse una muda para después de la ducha; se deprimen profundamente cuando se pesan tras media hora de la cinta esa de correr y se aperciben de que sólo han perdido las calorías equivalentes a un yogur de fresa, repugnante por otra parte; pasan la mitad del tiempo hablando por teléfono con media España. y acaban encontrando una excusa perfecta para dejar de ir a la semana siguiente.
Los hay, incluso, que estrenan equipaciones que huelen a nuevas y que incluyen la cinta blanca que rodea la cabeza y que impide que el sudor llegue a la frente. Según me contaron años ha, hubo uno que llegó flamante a su primer día de gimnasio septembrino: iba hecho un primor, con su pantalón inmaculadamente blanco, su Fred Perry planchadísimo, su cinta ya mentada, un par de muñequeras de marca y unas de esas zapatillas deportivas por las que te matan, según cuenta la leyenda, en los callejones del Bronx neoyorquino. Entró muy ufano, se dirigió a las pesas de diferentes tamaños que reposan en varios estantes, se inclinó a coger dos de ellas y por un aquél del esfuerzo y del aumento de la presión abdominal expelió involuntariamente una ventosidad que sonó como un trueno en toda la sala. Todas las máquinas se paralizaron de inmediato y el pobre hombre, enrojecido por la vergüenza, se marchó y no volvió jamás. Parece que optó por ser gordo. No digo yo que vayan a los gimnasios a perderse, pero si eligen esa forma de tortura miren bien de ir con la digestión acabada. Y no crean que unas cuantas flexiones obran milagros. Asuman que el verano tiene estas cosas y ya verán como la realidad les hará volver a sus medidas habituales.
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