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Carlos Herrera  
El Semanal, 15 de julio de 2006
¡Prohibido fumar en la playa!

Un político mediocre sin nada que hacer es una garantía segura de postreros problemas para los ciudadanos. Mano en barbilla, mirada alzada hacia la bombilla, determinadas lumbreras estudian sistemáticamente cómo incidir más y más en la vida de los contribuyentes y cómo intervenir en las pautas de conducta privada de los mismos. Un puñado de sandios pertenecientes a la muy políticamente correcta formación de Convergencia i Unió, después de dejar arreglado el futuro de Cataluña -y de pactarlo en una reunión con fumeque en la Moncloa entre Mas y Rodríguez-, acaba de proponer la tramitación de un reglamento que prohíba fumar en las playas. No sé si en todas las playas o en determinadas playas. No sé si en determinadas horas o a todas las horas. No sé si en verano o en cualquier estación del año. No sé si sólo en la arena o también en el chiringuito. Conociendo el paño, imagino que algunos ayuntamientos procurarían que fuera en todas las playas, a todas horas, en cualquier mes y tanto en las rocas como en la barra. A otros les daría vergüenza, quiero imaginar, y sólo acotarían una zona determinada en la que se perseguiría y fulminaría, muy al estilo de estos tiempos, al que encendiese un cigarrillo; mientras, en otra zona dejarían a los fumadores bajo un letrero con una flecha que señalaría: apestados.

Afortunadamente, el Congreso rechazó la propuesta de esta pandilla de simples y optó por proponer un bla, bla, bla sobre la conveniencia de no fumar y la felicidad que proporciona comer zanahorias, beber zumo de limón con edulcorante, usar papel reciclable, aborrecer la bollería, no llevar laca y comer sin sal. La idea ha quedado sólo en la chispa estúpida y majadera de quienes quieren entrar hasta su cuarto de baño a inspeccionar sus heces y a reñirle por comer poca fibra. Me ha faltado la ministra de Sanidad, con su tono de perdonavidas y su supuesta superioridad moral y política, advirtiéndonos del infierno que nos queda y de lo mucho que ella nos prohibiría si pudiera. Afortunadamente no puede prohibirnos todo lo que quisiera. También ha faltado en el orden del día de imbecilidades el diputado oficialmente verde que exhibe el Congreso como el que exhibía a la mujer barbuda en las ferias de pueblo, el que humanizó oficialmente a los simios, el que se escandalizó hasta la histeria cuando un grupo de parlamentarios organizó una peña taurina, el que propuso un teléfono de atención a los homosexuales atendido por policías homosexuales, el que pidió medidas urgentes para garantizar la regulación documental y el derecho a la apostasía de «cada día más millones de personas». Este genio de la política moderna no se ha manifestado aún ante la posibilidad de prohibir fumar en meyba ni ante la de prohibir fumar en las azoteas de los edificios o en una barquilla en alta mar -aguas territoriales, por supuesto-. Van a tener los fumadores que encerrarse en el váter de su casa. El caso es prohibir, recordarle al ciudadano que está sujeto al supremo designio de una clase social, la política, que ha venido al mundo a salvarlo de sí mismo. Parecen todos recién salidos de una reunión del Club Bildelberg.

Si de lo que se trata es de que no se pueblen las arenas de las playas de España de molestas colillas enterradas, que se obligue entonces a tomar el sol con cenicero incorporado desde casa. Y si no, que se prohíba también acudir a tomar el sol con bocadillos de chorizo envueltos en papel de plata, chorizo o papel que a veces queda semienterrado en la arena, como los anillos que buscan los zahoríes. Y que se prohíba jugar a la pelota. Y llevar un radiocasete con música de Los Chunguitos. Y dejar a los niños corretear entre los bañistas que toman plácidamente el sol. O, directamente, que se prohíba ir a la playa, joder, que se cree la gente que la tierra es suya. Y que se expidan carnés de bañista ecologista, no<