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Carlos Herrera  
ABC, 12 de mayo de 2006
El cóctel de Mercedes

De haber estado concluido el cambio legislativo relativo a la transexualidad que prepara el departamento de López Aguilar, hubiese podido acogerme al cambio preceptivo de sexo al objeto de estar autorizado a asistir al cóctel sexista que se organizó hace un par de noches en el Palacio del Pardo en homenaje a la interesante presidenta chilena Michelle Bachellet. Jamás podré perdonarme a mí mismo no haber nacido mujer para poder asistir al discurso de la Gran Sacerdotisa de la Secta, María Teresa Fernández de la Vega, con el que dio la bienvenida a su invitada y aprovechó para impartir una importante lección de feminismo político a lo largo de unos veinticinco minutos interminables e inolvidables.

Previamente, una comprometida cantante había interpretado algunas melodías delicadamente seleccionadas para agasajar a la homenajeada y elevar, a su vez, el espíritu comprometido de las afortunadas invitadas. Durante varios días, el Departamento de Cursilerías Progresistas asignado a la Vicepresidencia había estado debatiendo sesudamente con qué sorprender a la visitante electa, al objeto no sólo de halagarla sino también de trasladarle una viva impresión de la exquisita sensibilidad de este Gobierno para con una dama que también ha desarrollado el reparto paritario de ministerios. Aun bien de estar desalentados al tener noticia de que la señora Bachellet no tenía planeado posar para el Vogue, se decidió empezar nada menos que con «Te recuerdo, Amanda» -la calle mojada, la lluvia en el pelo-, una de las más pegajosas melodías de alegría y lucha, que abrió el acto. Después del éxtasis colectivo vivido entre mecheros encendidos y vaivenes emocionados, la joven voz atacó otra de las piezas de mayor ceremonial entre las celebraciones de gozo exultante: «Gracias a la Vida» -que me ha dado tanto-, la canción de Mercedes Sosa, que sirvió para henchir de emoción incontrolable el pecho -o mejor, el tórax- de todas las asistentes al agasajo, las cuales, no contentas con tanta exaltación y ternura, vieron cómo ese mismo éxtasis adquirió carácter de levitación colectiva cuando la cantante atacó un himno social y feminista repleto de juerga en lo más adentro de sus adentros: «Libre te quiero», que hizo que se levantaran las manos y se humedecieran los ojos de lágrimas comprometidas, que se abrazaran las asistentes, que se profirieran gritos tribales de liberación y que se pidiese otra ronda de croquetas -de pollo, al parecer- y un poco más de espumoso. No he podido confirmar si, tras las mentadas, se interpretó colectivamente el estribillo del «Pájaro Chogüí» -con todas las ministras hipando «chogüí, chogüí, chogüí»...- o si la imprescindible melancolía de «Alfonsina y el Mar» -te vas Alfonsina vestida de mar, qué palomas blancas fuiste a buscar- se instaló en los salones en algún momento del acto. Lamentable ausencia, en caso de respuesta negativa. Tanta juglaría progresista, tanto ácido folclórico, y se olvidan de Alfonsina y, probablemente, de alguna creación de Quilapayún, con su alegría asamblearia y revolucionaria, su poncho campesino y su llamada permanente a la lucha.

Los chicos nos lo perdimos. Los españoles. A los chilenos del séquito de doña Mercedes no hubo manera de dejarles en el «burger» de El Pardo como pretendía Leire Pajín, vestida para la ocasión de Facundo Cabral y Marito -a la vez-. Hubo que tragar. Nosotros nos perdimos poder ser testigos de una bienvenida a un jefe de Estado que comienza con una proclama de la vicepresidenta Fernández y un recital del catálogo de la canción suramericana de cuando la ropa picaba. Ello, que podría suponer una garantía de relaciones ásperas durante un par de generaciones, fue, sin embargo, «una explosión de virtuosidad feminista en un marco de bienvenida mediterránea y encuentro atlántico», como hubiera<