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Carlos Herrera  
El Semanal, 8 de mayo de 2006
El murillo de Santa María a Blanca

Murillo era amiguete de Justino de Neve y, en virtud de ello, colaboró con la decoración interior del templo con cuatro lienzos.
 
 

La iglesia de Santa María la Blanca es una pequeña joya sevillana anclada en la vieja judería desde el siglo XVII o así. Es barroca con insistencia y se edificó sobre una sinagoga a raíz del breve pontificio del 8 de diciembre sobre el misterio de la Inmaculada Concepción. Ése fue el motivo, allá por 1661, de que se engalanaran fachada y plaza con cuadros de unos pintorcillos de nada llamados Murillo, Valdés Leal, Alonso Cano, Ribera y Rubens, a los que motivó el canónigo Justino de Neve –quien creara poco después el Hospital de los Venerables Sacerdotes, visita obligada en el barrio de Santa Cruz–, quien contó a su vez con el apoyo del marqués de Ayamonte y Villamanrique, que, como todos sabemos de carretilla, tenía su palacio de Altamira anexo al templo. Hoy, el palacio es la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, la que ha ocupado durante algunos años la hoy ministra Carmen Calvo. A eso iré ahora.

Murillo era amiguete de Justino de Neve y, en virtud de ello, colaboró con la decoración interior del templo con cuatro nuevos lienzos, dos de los cuales estaban adaptados a la bóveda semiesférica de la nave central: representan el sueño del patricio Juan y su esposa y la visita al pontífice Liberio y justifican, según me cuenta el más que sabio Teodoro Falcón, el origen de la construcción de la basílica Santa María la Mayor de Roma. Los otros dos lienzos se colocaron en los testeros de las naves laterales de esta estupenda iglesia. El valor de los cuatro es perfectamente calculable, con lo que evito meterme en cifras ni significaciones históricas de ningún tipo. Para qué.

La armonía artística de Santa María la Blanca, no obstante, tenía las horas contadas: en 1810 llegaron los franceses con la manifiesta intención de invadirnos y, en consecuencia, de llevarse a hombros todo lo que pudieran mangar. En este caso no necesitan adivinar que lo primero que trincó el mariscal Soult fueron los cuatro cuadros, evidentemente. Después de peripecias varias, los dos cuadros laterales acabaron en el Museo del Louvre y en la colección de Lord Faringdon, y los lunetos fueron regalados al Museo Napoleón, donde, bajo dirección del arquitecto Percier, se le dieron forma rectangular y se les añadió el dibujo de la fachada de la iglesia de la calle San José. No conozco la razón, pero estos dos cuadros volvieron a España al cabo de cinco o seis años y fueron depositados en la Academia de San Fernando de Madrid, de donde salieron definitivamente para el Museo del Prado –y allí pueden ser vistos–, no sin antes ser copiados por un artista desconocido, al objeto de que las réplicas ocuparan su primitivo hueco. En resumen, las réplicas están en el lugar original y las originales, en Madrid.

Adivinen de qué se trata. Estamos en época de restituciones históricas. El Archivo de Salamanca ha devuelto –o ha enviado– una serie de documentos a Cataluña en virtud de unos polémicos acuerdos a los que han llegado autoridades catalanas y el Ministerio de Cultura. Más allá del derecho de cada parte a reivindicar su propiedad, el trasiego ha levantado algunas iras ya conocidas. Otras obras de arte pertenecientes, por lo visto, a la diócesis de Barbastro han sido trasladadas –a regañadientes, pero trasladadas– desde museos leridanos. Y otros procesos esperan los dictámenes de los expertos. Por ello, desde el ámbito cultural sevillano se le va a solicitar a la ministra de Cultura que agilice, en la medida de lo posible, el retorno de los murillos a Santa María la Blanca, que es donde deberían estar, ya que es el lugar para el que fueron hechos. Nos consta que doña Carmen Calv