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Carlos Herrera  
El Semanal, 12 de noviembre de 2017
Los papeles de Kennedy

Quedan abiertas muchas incógnitas sobre la cascada de hechos que se produjeron antes y después del tiroteo

Muchos analistas sociales y políticos llevan decenas de años tratando de explicar los misterios de la ‘fascinación Kennedy’, esa que arrancó desde el momento en que fue descubierto por la mayoría de los estadounidenses. En plena campaña que lo enfrentaba a Nixon, Kennedy apareció como un joven apuesto, vivaz, de buena familia del Este y apropiado para la década prodigiosa que se abría entonces. Nixon apareció en el debate decisivo como todo lo contrario, sudoroso, feo y desangelado. Su victoria lo alzó a una magistratura que desempeñó con distinta suerte y con diferente acierto en los años en los que pudo gobernar antes de ser asesinado. Enfermo de algunos síndromes que lo obligaban a ser medicado, no siempre con acierto, Kennedy vivió una intrahistoria política muy distinta a la del Camelot con la que se adorna su tiempo en la Casa Blanca.

Creo que se lo añora no tanto a él como a aquellos años que tan vigorosamente cambiaron el mundo: los que sienten esa fascinación por el hijo de Joe y Rose no lo hacen tanto por su indiscutible atractivo, sino por la añoranza de aquellos años y la edad que cada uno tenía. No sabemos si al final de su mandato habría sido reelegido: tal vez sí, gozaba de gran popularidad, pero en su ejecutoria pesaban algunos errores de bulto que habrían permitido una buena campaña al opositor que se enfrentara a él. Su historial de mujeriego, no conocida por todos los votantes, en manos de un feroz Partido Republicano habría puesto palos en las ruedas de su carrera, tantos más que el propio avispero de Vietnam en el que se metió.

En resumen. Kennedy era un buen presidente, pero no un gran presidente. Su mayor legado, desafortunadamente, fue haber muerto joven. No todo consistía en ser atractivo, buen comunicador, esposo de una mujer llena de encanto y estilo (a la que engañaba cada minuto de su vida) y miembro de una familia casi real; su mala salud, sus devaneos y algunas precipitaciones lo habrían puesto en apuros.

Pero ello tiene poca importancia cuando Kennedy ha ingresado en el olimpo de los mitos merced a su asesinato en Dallas y al misterio y las conspiraciones que no pocos observadores han desarrollado a lo largo de estos años. Los papeles que han sido desclasificados –a la espera de unos últimos que están pendientes de ‘peinado’ para evitar nombres propios de agentes de entonces– no han aportado, evidentemente, pistas definitivas que aclaren si aquel tipo misterioso llamado Oswald actuó solo, por encargo de alguien o ayudado por tiradores añadidos en alguna loma de la plaza de Dallas famosa en el mundo entero. Los expertos andan escudriñando cada punto y cada coma, pero parece que hasta ahora sólo se atisban elementos que pueden alimentar todas las fantasías elaboradas desde entonces, que han sido muchas.

No pocos somos los que pensamos que si a Kennedy le hubiese matado alguien más que el enigmático Oswald, hoy ya lo sabríamos, por la sencilla razón de que un secreto de esa envergadura no es posible guardarlo durante cincuenta y pico años. Sin embargo, mi buen amigo Javier García Sánchez ha escrito un descomunal ensayo titulado Teoría de la conspiración, en el que sostiene que Oswald puede que ni siquiera disparara, aunque sí estuviera allí. Javier está convencido, y lo razona profusamente en un más que trabajado y voluminoso estudio, que detrás de la muerte del presidente está la CIA. No quiero reventarles el libro, pero sí les aconsejo darse una vuelta por él si les interesa el tema. Después de su lectura, quedan abiertas muchas incógnitas sobre la cascada de hechos que se produjeron antes y después del tiroteo que acabó casi inmediatamente con la vida de un hombre que, por lo que hemos ido viendo, tenía no pocos enemigos.

Los papeles que aún están pendientes de desclasificación puede que tan sólo aporten migajas sueltas sin demasiado carácter probatorio ni en uno ni en otro sentido, pero vienen a evidenciar el fabuloso interés que ha hecho del asesinato de aquel hombre el magnicidio más importante de la historia. De alguna manera, su muerte fue la mayor garantía de que hoy Kennedy siga vivo, en lugar de ser un presidente amontonado entre los nombres que alcanzaron el despacho más influyente del mundo.