artículo
 
 
Carlos Herrera  
El Semanal, 4 de junio de 2006
'La catedral del mar'

Las peripecias de Arnau son el cuadro general con el que describir una sociedad nada idílica en la que sobrevivir era todo un milagro

Estoy apoyado en una sola rodilla, con la cabeza gacha, una mano en el corazón y la otra en la otra rodilla, la de la pierna que queda arqueada sobre la planta del pie. He pecado: reconozco haber leído El código Da Vinci, haberme divertido bastante con la trama y haber dedicado algunos minutos al libro como tema de conversación con otros amigos igual de pecadores e incultos que yo. Es más, reconozco ser católico, incluso de los que practican de vez en cuando –siguiendo esa idea que tienen algunos de \''practicar\'' y que consiste, por lo visto, sólo en ir a misa–, y no haberme indignado por la fabulación de la novela, ésa según la cual Jesucristo habría tenido descendencia con María Magdalena. Incluso soy capaz de ir a ver la película basada en el libro, esa que han puesto como un trapo y que sólo por eso ya me parece digna de atención: tantos críticos a la vez no pueden equivocarse. La carrera desaforada por ver quién pone más a parir a Dan Brown está haciendo que el personal se lea el libro del escritor norteamericano a escondidas, no vaya a ser que los sorprendan y tengan que deshacerse en explicaciones. Con lo distraído que es el relato.

Es lo malo de vender unos cuantos millones de ejemplares. La buena literatura, ya sabemos, no suele encontrarse en volúmenes de venta masiva, pero es curioso el fenómeno de desprecio que se manifiesta por un libro de aventuras a medida que éste va aupándose en las listas de ventas. No digamos cuando se destaca. El interesante La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, puede empezar a vivir en cualquier momento un caso semejante. Siendo el relato muy superior y la densidad narrativa mucho más valiosa que en el caso de Brown, Falcones ha escrito un librazo del que es difícil zafarse, así comienzas a interesarte por la historia de la Cataluña del siglo XIV personificada en un payés, Bernat Estanyol, que comienza una seria pelea con el destino para hacer de su hijo un hombre en la Barcelona que construía la catedral de Santa María del Mar, esa joya que algunos llevamos grabada en el corazón. Hay que haber investigado mucho para reproducir la vida cotidiana de una sociedad de la que, en realidad, sabemos muy poco. Conocemos algunas crónicas de la época y guardamos el testimonio de las leyes de esos siglos de Dios, pero no sabemos hasta qué punto la sociedad no era otra cosa que un conjunto de tipos dedicados veinte horas de las veinticuatro a solucionar cómo mitigar el hambre. Bueno, pues a Falcones, con eso de que es la primera novela que escribe, le acabarán dando hasta en el cielo de la boca en cuanto alcance cien o ciento cincuenta mil ejemplares más: que si es excesivamente melodramático, que si a los personajes les falta fuerza literaria, que si los perfiles de los mismos están desdibujados, que si se detiene en diálogos innecesarios, que si no apura la búsqueda del adjetivo, que si tal, que si cual…

Como quieran, pero un servidor cogió el libro un jueves por la noche y no se detuvo hasta saber cómo acababa la historia, cima que se alcanzó el sábado a la par que sonaban de fondo las canciones de Eurovisión –que, por cierto, vaya petardo–. Evidentemente, ganan los buenos y pierden los malos, pero las peripecias de Arnau, el hijo de Bernat, dedicado en cuerpo y alma a la Virgen del Mar y, en sus primeros años, al acarreo de piedras para la construcción de su catedral, son el cuadro general con el que describir una sociedad nada idílica en la que sobrevivir era todo un milagro.

Quede claro que he escrito el artículo rodilla en tierra y que tengo los músculos entumecidos, pero no había más remedio. Al haber expiado yo los pecados por todos ustedes, no lo duden: déjense de complejos y láncense a La catedral<