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Carlos Herrera  
El Semanal, 22 de octubre de 2017
«Hay partido»

La mayoría silenciosa dijo que no está dispuesta a quedarse sola en mitad de la nada

Recuperar el "seny" catalánSé que han pasado quince días de la manifestación del domingo gozoso de Barcelona. Sé que después han pasado cosas de hondo calado (o de alto voltaje, como prefieran); sé que a buen seguro las tensiones habrán sido cósmicas; los desafíos, indescriptibles; y los acuerdos, exiguos. De hecho, no lo sé, pero me aventuro a imaginarlo, ya que no quiero que se me enfríen los dedos esperando otra hora propicia en la que rellenar esta página con más actualidad, con todas las precisiones sobre el modo de despeñarse por los abismos del independentismo catalán o con todo lujo de detalles acerca del remoloneo perezoso del Gobierno de España a la hora de aplicar la legislación vigente.

No quiero renunciar al borboteo sereno de esta sangre que se ha puesto de pie viendo las calles de Barcelona abarrotadas de hombres y mujeres (con pocos niños, a diferencia de los otros) detrás de una pancarta que reivindica el seny, el sentido común. Les confesaré que llevo toda una vida esperando un día como el de hace quince: el día en el que esa Cataluña agazapada tras los visillos de casa, timorata, acomplejada, asustadiza se soltara el moño y bajara de los arcenes a recordar que la calle también es suya, no solo de los de siempre. Muchos años esperando a que se visualizase en número y contundencia el aserto irreprochable de que no hay una sola Cataluña, un solo pueblo, un solo destino y otras gilipolleces así.

Años y años a la espera de que a los más comunes de los mortales se les exasperara el ánimo y se mostraran hartos de insultos, ofensas permanentes y un sinfín de gestos salpicados de la más miserable xenofobia; hartos de que a sus hijos y nietos se les inocule el odio a España mediante la alienación escolar, hartos de sentirse ciudadanos de tercera, bichos raros, gente fuera de onda y de moda. Una eternidad esperando el momento en el que cientos de miles de personas se echaran la bandera de su país al hombro derecho y la de su tierra al hombro izquierdo y se desinhibieran de una vez para defender la democracia constitucional sin tener que pedir perdón por ello. Muchos días, en suma, esperando que en Barcelona, en el mismo escenario en el que los independentistas abruman con sus performances anuales en la Diada, una marea de personas defendieran festivamente y sin complejines que el nacionalismo supremacista no dé al traste con su nación.

Quisieron reventar la manifestación, escudriñar en busca de símbolos inadecuados, malversar el esfuerzo de muchos, boicotear el acceso mediante el mecanismo de no reforzar metro ni buses (Colau, qué retortijón de tripas te habrá producido todo esto), desnaturalizar la convocatoria atribuyéndola a Falange (la manada de golfos de TV3), minimizar su impacto en las imágenes recogidas por los medios oficiales del independentismo y alrededores… pero todo fue para nada, la mayoría silenciosa se puso a hablar de golpe y dijo en números de manifestantes lo que no había dicho hasta ahora: que es perfectamente compatible sentirse catalán y llevar a España en el corazón, que no están dispuestos a arriesgar su futuro por la ensoñación soberanista de los que nada quieren saber con los demás, que no están dispuestos a quedarse solos en mitad de la nada, que no quieren perder sus ahorros, su jubilación cuando les llegue y, especialmente, el afecto entrecruzado de todos aquellos españoles ligados por legendarios lazos de relación nacidos al calor de tanta costumbre. Que no quieren, en pocas palabras, una Cataluña en la que pasen a ser ciudadanos de barracón, eternamente agazapados tras los muros del exilio interior.

Quince días después, cuando usted ya esté manejando este texto, seguiré paladeando las imágenes de Barcelona: desde Urquinaona a Correos, desde Correos hasta estación de Francia, desde plaza Cataluña hasta Colón y de ahí hacia arriba, la ciudad era una aglomeración serena de personas que no se conocían, pero que intuían que existían aunque no tuvieran constancia de ello. Fue la del domingo 8 una salida del armario colectiva absolutamente abrumadora, de esas que llevaron a un viejo amigo a escribirme sobre la una de la tarde un mensaje lacónico pero definitorio: «Hay partido».

Efectivamente, aún quedan muchos minutos y esto no estará sentenciado todavía ni siquiera quince días después. A los independentistas les queda la traición a sus seguidores o a la legalidad. A estas alturas, con el artículo publicado, ya lo sabremos.