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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 9 de febrero de 2006
La enfermedad de Raquel Mosquera

Experimento un profundo sentimiento de respeto –al igual que los comunes de los mortales– por las personas que padecen procesos de desequilibrio psicológico, sean agudos o crónicos. Ni siquiera ellos saben lo que les cuece por dentro, aunque, al igual que quienes los rodean, conocen de cerca el drama de la inestabilidad mental, con lo que pocas bromas en el caso de Raquel Mosquera. Sé que los acontecimientos periodístico-comerciales que han acompañado la vida reciente de esta vestal de barrio –benditas sean ellas– invitan a desconfiar de todas las rarezas que protagoniza día sí y día no: su embarazo agazapado y misterioso, sus exclusivas repetidas, su noviazgo y posterior matrimonio con el vigoréxico nigeriano que acompaña su vida reciente, toda ella fotografiada o televisada, llevan a que cualquiera mínimamente suspicaz sospeche de una maniobra sacacuartos más.

Pero la sola posibilidad de que la peluquera prodigiosa sufra una alteración psicótica, un proceso esquizofrénico o un trastorno de personalidad, como dicen los cercanos a ella, motiva que seamos más prudentes de lo que seríamos si dejásemos suelto el olfato periodístico. Muchas veces el olfato periodístico engaña y es motor de una injusticia de difícil reparo, así que esperemos a que la realidad nos confirme aquello que Raquel sufre, si es que lo sufre. Mientras, no es oficioso constatar que el marido ofuscado por la gimnasia diaria aprovecha el tirón de la enfermedad pasajera –esperemos que pasajera– para embolsarse una jugosa cantidad de dinero a cambio de entrevistas televisivas. Cada uno paga el gimnasio como puede, pero rebajar la severidad de un caso compareciendo en los medios a cambio de dinero hace pensar que su deseo de notoriedad ha sido sustituido por una dedicación profesional bien remunerada a cambio de contar su vida. Ese comportamiento hace creer legítimamente a algunos que la gravedad puede ser exagerada a cambio de obtener mayor beneficio, y en ese momento es justo cuando nos hallamos ante la posibilidad de la injusticia más cruel: a pesar de que alguien no repare en detener su glotonería por los medios y su dinero en momentos así, no podemos permitirnos el derecho de dudar.

Raquel, a tenor de los síntomas y evidencias, está enferma. Padece el desequilibrio que genera la persecución social y que la obliga a transformar su personalidad en ejemplo para evitar la decepción en las masas. Sufre por no poder seguir siendo el icono del verdadero amor que la muerte le arrebató y que difícilmente se repetirá.

O no, yo qué sé.