Puede que algún nostálgico sienta melancolía al añorar los días en los que se grababa a pelo, cazando de la radio una canción
Está la gente loca con el iPod. ¿Y eso qué es?, dirá usted si es poco avisado. A lo que yo le respondo: ¿pero de verdad no sabe usted lo que es un iPod? Para empezar: pronúnciese ‘aipod’. Para continuar: es eso que llevan muchos jóvenes –y no tan jóvenes– por debajo de la sudadera y que aparece por el cuello en forma de auriculares y que es capaz de almacenar alguna decena de miles de canciones en formato MP3. Canciones que usted puede escuchar debidamente cuando quiera, pero que antes habrá tenido que incorporar a su ordenador desde cualquier otro soporte y haberlas convertido –por elemental cuestión de espacio– en el formato anteriormente mentado. Eso puede parecerle a usted algo complicado, pero créame si le digo que realmente no lo es: millones de jóvenes lo hacen todos los días como la cosa más natural del mundo. Se da el caso de que el iPod es ahora mismo la pieza más buscada en cualquier tienda que se precie. Se acerca usted a su suministrador, sea ‘botigueta’ o gran almacén, le pide uno de treinta gigas como si tal cosa y lo más probable es que el dependiente lo mire con cara de sorpresa y se ponga voz en grito a exclamar: «¡Pero usted qué se ha creído! ¡Nada menos que el señor quiere un iPod al momento! ¡Tener un iPod cuesta ponerse en lista de espera por lo menos un par de semanas o tres! Apúntese en el papel de allí y no me moleste que estoy atareado…». Pero bueno, ¿lo regalan?, se preguntará. No, no, qué va, es hasta caro, pero es que la demanda ha sido tan bárbara que el fabricante californiano no ha dado abasto y está ensamblando unidades en China a toda marcha. Medio mundo está así, esperando su iPod, contando las horas para poder llevar en el bolsillo un artefacto que hace pocos años hubiese sido, directamente, increíble. Imaginen que hace veinte, sólo veinte, cuando ni siquiera proliferaban los ordenadores personales tal y como hoy los conocemos, un marciano hubiese bajado con ese instrumento diminuto en el que se pueden escuchar todas las canciones de su vida. Mi generación, algunos de los cuales estamos engorilados con este bendito aparatejo, ya que nos ha permitido digitalizar toda nuestra memoria musical, empezó con aquel magnetófono Phillips de un solo mando, color negro, micrófono incorporado, con el que grabábamos en casete todo lo que sonara en derredor. Anda que no me hice yo programas de radio en aquel magnífico trasto. De aquello a esto ha mediado el DAT, el casete digital, el mini-disc y el propio compact-disc grabable, y cada paso nos parecía el definitivo, ya que aumentaba las expectativas de almacenaje y reducía el tamaño de lo que se tenía que transportar. Los que hemos guardado algún testimonio de la época Phillips de memoria impagable lo hemos añadido a la memoria de los gigas como el testimonio de lo que el hombre ha sabido crear en tecnología electrónica: puede que algún nostálgico sienta melancolía al añorar los días en los que se grababa a pelo, cazando de la radio una canción o copiando malamente el vinilo de un amigo, pero, qué decir, ahora es un regalo único escuchar el viejo Get Ready, de los Rare Earth recién matizado por el Cool Edit. Se ha creado un problema, eso sí, con la industria de la música –que puede acabar pereciendo a causa del éxito– mediante el intercambio de canciones por la Red y el descenso de la venta en tiendas del disco recién grabado, pero antes o después acabarán encontrando una solución, no tengo dudas, y darán con la manera de evitar el adelgazamiento del volumen de negocio. Mientras, usted hágase con un aparatito de éstos y vea lo que<
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