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Carlos Herrera  
ABC, 26 de abril de 2003
Germán de Triana

Germán creo que dijo el capataz que se llamaba. Sí, Germán, seguro. Germán a secas. Había recogido la noche su enorme mapa extendido, el sol se apañaba como podía para ir goteando luz por entre unas nubes empeñosas y pelmas, la calle Pureza respiraba con esa cosa que tienen los esplendores, se oía crepitar la trabajadera bajo un incendio oculto y volvía a su templo el Paso de las Tres Caídas. Era la última “chicotá”, la que había de devolver al Señor a su casa después de doce horas andando por Sevilla y en una de las esquinas del Paso se agazapaba un chiquillo de apenas unos ocho años, de esos que siempre parecen hambrientos de desayunarse un nuevo panorama cada día, con el desaliño propio de la edad y de las horas y con la voluntad también propia de los que creen firmemente en algo, sin que los demás sepamos bien por qué. ¿Quién era Germán?: no lo sé. Levantaba apenas un metro del suelo y, a buen seguro, era trianero, de alguna calle cercana a la Capilla de los Marineros, o de más allá del Altozano desde el que la Capillita del Carmen vigila la mar que no se ve, o del Tardón, o de la Cava, si es que no lo sé. Hizo Estación de Penitencia casi sin musitar palabra: reía y lloraba, aplaudía en ocasiones, se le atragantaba la ternura de cuando en vez.

Lo más cierto de aquella mañana fueron sus ojos cuando estallaron en un llanto inconsolable al pedir el capataz –“sangre por la que navega una voz densa”-- una “levantá” por él y por el esfuerzo de haberles acompañado una noche entera, doce horas, agarrado al patero derecho del Paso, sin soltarse, sin abandonar, sin beber, sin comer. Usó entonces la camiseta que vestía para enjugar las hondas y copiosas lágrimas que caían como cataratas por su cara. Jamás ví llorar a un niño así.

¿Quién era Germán?. No lo sé.

 Sólo sé que allí sollozó hasta el mármol de los dioses de mármol. No sabíamos de dónde venía, quién era su familia, quién le había dejado allí cuando ni siquiera nacía la Esperanza. No sabíamos qué le había impulsado a arrebujarse en el costado de aquella canastilla, qué misterioso deseo abrigaba el sótano de su alma, adónde iría una vez recogido Dios en la hornacina de cada día. Nadie vino a dejarlo y nadie vino, tampoco, a recogerlo, al menos que supiéramos. Nadie le había visto antes. Pero hasta las almas que habitualmente parecen templos deshabitados se encogieron al ver llorar a un niño como aquél con una furia desatada por una emoción desconocida. Tal vez fuera un rapaz sin más deseo que el  de una noche de cofradía, tal vez guardara un secreto ruego que jamás llegaremos a conocer, tal vez fuera el hijo de un nazareno próximo, tal vez no, y la vida le viniera grande y sola, como una ráfaga fría de desamparo.

¿Quién era Germán?. No lo sé.

No lo supimos. Siguió llorando un tanto desorientado una vez entró la cofradía y se marchó, como si de repente se hubiese quedado solo y hubiese despertado. Probablemente nada ganaríamos con partir su secreto en mil pedazos; sin embargo, alguien capaz, como él, de oxigenar el aroma que esconde el revés de un guante arrinconado, de emocionar a un asomo de gentío con su llanto de diamante molido, merecería ser el protagonista de un cuento de primavera tan cierto y real como éste.


Seas quien seas, Germán, ojalá se detenga el tiempo sin tocarte. En días como estos, en los que el sueño y la muerte no tienen ya qué decirse, un llanto de alta luna como el tuyo ha venido a recomponer los pedazos de alas rotas en los que acostumbran a acabar nuestros peores poemas.

Que Dios te bendiga.