La inmensa mayoría no está por salir a la calle con azadones y bombitas
Lo que no se resuelve, vuelve. Antes o después, pero vuelve. Y el mal llamado problema catalán personificado en una parte no mayoritaria de su población lleva sin resolverse desde la noche oscura. Bien fuera algún levantamiento en la Primera República, el oportunismo de Maciá en el advenimiento de la Segunda, el pronunciamiento de Companys a cuenta de la inclusión de la CEDA en el Gobierno Lerroux o ahora el aprovechamiento por parte de los dementes independentistas de la crisis de este decenio, siempre ha parecido que masas oceánicas del pueblo catalán se han personado a las puertas de la historia a defender sus libertades. Y, discúlpenme, no ha sido así. Si el conocido como pueblo catalán, en el caso de ser y comportarse como un todo homogéneo, unidireccionado, testarudo y constante, hubiera maniobrado valientemente camino de la búsqueda de su destino independiente, lo habría logrado hace siglos. Cuando lo ha intentado, tan sólo ha asomado la nariz en forma de asonada bravucona. En esta ocasión, la multiplicación de panes y peces de la sociedad de la información ha hecho que el ruido sobrepase, con mucho, las propias nueces.
En Cataluña siempre ha existido, cansa ya recordarlo, una quinta parte de población partidaria de ser independiente de todo lo que se dependa, especialmente de «España»: con motivo del derrumbe de estructuras que la crisis ciclópea de hogaño ha producido, un veinte por ciento añadido se ha sumado a la proporción histórica. La enseñanza continuada de odio a «El Estado» y la eficaz consigna de «España Nos Roba» ha obrado el milagro: nuevas generaciones creen que todos sus males habrán de desaparecer cuando sean una unidad de destino en lo universal. Concurre en este caso una dificultad que no se produjo en los anteriores y que consiste en que, ahora, la leche derramada es mucho más difícil volver a meterla en la botella, ya que la vida está televisada, radiada y multiplicada en cada uno de sus minutos. Cuando Maciá, la cosa se medio arregló con el Estatuto de Autonomía; cuando Companys, con un par de cañones del general Batet; pero ahora las soluciones han de venir de la mano de la ley, evidentemente, pero también de una política imaginativa que resuelva la crisis y que alargue lo máximo posible el tiempo que resta hasta el próximo «cataluñazo». ¿Cuál es esa política? Seguramente la única que se puede hacer desde la decencia, mantener firmeza en los principios de justicia e igualdad, una didáctica cual minerva práctica y un esfuerzo por tratar de entender inteligentemente las causas originarias del paso dado por el segundo quinto lote de ciudadanos. Casi nada.
Coincido con Ignacio Camacho en que la independencia se consigue mediante la voluntad heroica, hasta la sangre, de la totalidad de los individuos. No la regalan y, generalmente, requiere su pequeña o gran guerra de independencia. Esfuerzo que solo está dispuesto a realizar una parte muy pequeña de la sociedad levantisca, y ni siquiera ese tanto por ciento que se llena la boca de bravuconadas, levanta el puño, canta la Internacional y se dedica a pintarrajear autobuses o fachadas. La independencia no se despacha a granel, y de no creerlo observen ustedes el panorama de aquellos colectivos que han logrado separarse de sus matrices en el mapa internacional. En Cataluña, la inmensa mayoría no está por salir a la calle con azadones y bombitas a deshacerse del yugo español.
La xenofobia independentista es un mal que corresponde a una generación educada para ello; ergo habrá que reconvertir las enseñanzas de quienes han dispuesto a una masa bizcochable a odiar a sus congéneres peninsulares. Que, por cierto, no les han hecho nada para merecer ese odio. Es lo primero a resolver ya que es lo primero que siempre vuelve. Trabajo hercúleo.