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Carlos Herrera  
Diario Sevilla, 3 de noviembre de 2005
España, este país

Me decía hace años mi querido y admirado maestro Luis del Val que todo aquello que perdure en la memoria un año después de haber ocurrido, eso empieza a ser importante. Hice mía dicha reflexión desde aquella vez que salimos a comer tras una intensa jornada en el programa de televisión en el que ambos trabajábamos. Me desfogué ante él a sabiendas de que, además de un inestimable hombro de plena confianza y cariño, iba a encontrar alivio a la amargura que me produjo enfrentarme esa mañana a una compañera. Luis, con su eterna sonrisa y serenidad, me dijo: "Si el año que viene te acuerdas de lo que hoy te hace sufrir, entonces será importante". Nunca recordé el motivo de aquel enfrentamiento.


Tampoco olvidaré el día que el maestro rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza corrigió mis torpes maneras con uno de sus caballos durante uno de nuestros paseos habituales por tierras de Estella, Navarra, el lugar que nos une. Se clavó el jamelgo en pleno sendero. Como un hidalgo caballero, Pablo se giró y me dijo: "No lo llames caballo; se llama Pepe. ¿O es que a ti te llaman mujer en vez de Mariló?" Muchas cosas he de agradecer al buen amigo y mejor rejoneador (el mejor de la historia de España), aunque no heredé ninguna de sus condiciones de jinete. El respeto a los caballos es otra de esas cosas que tampoco olvido después de más de veinte años.

A los animales, personas, cosas y lugares hay que llamarlos por sus nombres para distinguirlos. A Pepe había que decirle su nombre para que respondiera a mis órdenes, pues, de lo contrario, se quedaba anclado en la vereda como una estatua. Si hablamos de un caballo, todos pensamos en el hermoso animal, como al mencionar silla todos coincidimos en la idea del artilugio para sentarse o como pensamos en una hermosa y cálida playa del Caribe si alguien pronuncia Cancún. El signo lingüístico es arbitrario y convencional. Es decir, que hemos aceptado que al perro se le denomine así para saber de lo que hablamos.

Es el uso del idioma lo que me despierta una curiosidad sobre un asunto tal vez no del todo bien entendido. Me refiero a esa práctica emergente de llamar a España este país. Parece que quienes evitan el nombre propio y emplean ese modo para nombrarla quieran decir algo que quedó enterrado hace cuarenta años. España, sin miedo, es un trozo de la geografía que figura como tal en los mapas y libros de texto de todo el mundo. Sin más. Sin acritud, palabra que puso de moda Felipe González. Decir España no es querer gritar "viva Franco". Supongo que cuando nuestro presidente sale al extranjero pregonará el nombre de España y no hablará de mi país, que a este paso algunos andarán cuestionándose cuál es. Decir España es llamar a la geografía por su nombre, para que todos los ciudadanos del mundo al escucharlo asocien dónde estamos ubicados, quiénes y cómo somos… Incluidos los propios españoles y los de nacionalidad paintina, paisense o paiseña.

Mariló Montero