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Carlos Herrera  
ABC, 21 de octubre de 2005
Pasión de Catalanes

No es el mejor momento para perder los nervios. La dinámica que ha generado la reforma estatutaria catalana nos está abocando a posiciones maximalistas que en nada favorecen la reflexión serena que precisa un desafío como éste. Lo que propone el Parlamento catalán es, efectivamente, un disparate político de primer orden en opinión de gente de todos los colores, pero ello está sirviendo en bandeja de plata la excusa para extravasar una serie de fobias de difícil justificación que a nada bueno conducen. Todos los catalanes, obvio es decirlo, no son sus representantes políticos, y aunque sea cierto que nadie está obligado a elegir a quien toma medidas que van en contra de sus supuestos intereses, justo es decir que la presión uniformista que se vive en la sociedad catalana lleva a muchos a no tomar posturas enfrentadas con el poder establecido. Así se explica que un significativo puñado de empresarios de aquella comunidad haya firmado un manifiesto de apoyo a un estatuto que, teóricamente, va en contra de sus intereses comerciales y de su deseo de mantener una unidad de mercado esencialmente necesaria para el beneficio de sus operaciones. Y que posiblemente ni siquiera se hayan leído. Desde fuera las cosas se ven más fáciles, en una palabra.

A estas horas, cientos o miles de mensajes de internet intercambian una exhaustiva relación de empresas catalanas por la que se invita a los consumidores a un boicot semejante a la campaña contra el cava que se puso en práctica en las navidades pasadas. Ello es, en principio, un error. Pero es más. No coincido plenamente con el agudo y brillante corresponsal de «La Vanguardia» en Madrid, Enric Juliana, cuando afirma que se trata de una campaña de extrema derecha basada en el fomento del odio. Creo que, en principio, es legítimo defender otros intereses competitivos en función de preferencias económicas y que no por comprar más compuestos extremeños que catalanes se es de extrema derecha, pero también considero que furiosas llamadas a la guerra santa comercial para lastimar los intereses de empresas que cuentan entre sus nóminas con no pocos ciudadanos de todas las procedencias no benefician a otros que aquellos que están encantados de vivir de espaldas a la realidad social española o a los que sueñan día y noche con autarquías absurdas. Es probable que el odio desplegado por comentarios o posturas desafortunadas surgidas de las entrañas de la política catalana hayan propiciado campañas como la presente, no digo que no, pero no es menos cierto que en nada beneficia a los intereses constitucionalistas españoles que se venda menos fuet o que se consuman menos vinos del Priorato. Si hay un odio que sale, convengamos en que también hay un odio que entra.

Sólo una clase política responsable puede evitar, con llamadas a la sensatez y ejercicio, a su vez, sensato de la administración de las pasiones, que se alimente la más absurda de las asperezas hasta crear auténticos cortocircuitos sociales en un país, España, excesivamente fatigado en batallas internas. Esta Pasión de Catalanes que se está viviendo como consecuencia de la puesta en práctica de taimados propósitos ventajistas no puede acabar en una guerra comercial que tiene más de rabieta que de sereno ejercicio de contrastes políticos. No sólo se va a perjudicar a muchos empresarios honrados, que buscan exclusivamente la prosperidad de sus círculos concéntricos, sino que se puede truncar el bienestar de no pocos trabajadores -de aquí y de allá- que dan lo mejor de sí mismos en industrias tan diversas como la del vino o la textil.

Bajemos un poco el balón al suelo, enfriemos el juego y establezcamos puentes de debate con cuantos catalanes conozcamos. No hagamos extensión de los Carodes y otras chusmas a toda la sociedad de aquella hermosa tierra. No es justo. Ni tampoco práctico.