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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 6 de octubre de 2005
Las bellas artes de Lolita

Está de buen año.

Lolita cubre, cada día, más registros.

Cuando comenzó a cantar, mediados los setenta, asistimos a su nacimiento como el que asiste a una costumbre inevitable: de su madre y de su padre debía surgir alguna chispa artística.

Le fue bien, pero hubo de encontrarse poco a poco, como es lógico en toda carrera.

Ya con los años, Lolita se ha convertido en una exquisita intérprete de pequeños pellizcos: se le ha amoldado la voz a un timbre y una cadencia de soberano gusto y da la impresión de estar por encima de modas y tendencias.

Hace, graba, lo que quiere.

Jamás creí que, con los años, me iba a convertir en uno de sus más grandes seguidores, pero hoy en día me confieso serlo. ´

Paralelamente, Lolita es mujer de conversación a medio camino entre la guasa y la hondura, entre la “chalaura” y la sabiduría.

Su corazón, que no siempre le ha jugado buenas pasadas, sabe de entregas desproporcionadas y de algún que otro “catacrac”: suele ser ella de las que se vacía de sopetón y de las que se cree el cuento ese del amor.

El precio que se paga en estos casos siempre es el mismo: cuando el amor falla, llega la melancolía. Qué decir.

Ahora parece que anda ilusionada con el muchacho con el que comparte escenario en el teatro Alcázar de Madrid.

Al menos ha sido vista paseando en lo que siempre se ha descrito como “actitud sospechosa”, o sea, manitas por aquí, tocamientos por allí, besos furtivos por aquel lado y abrazos por aquel otro.

Lo celebro, lo celebro. Que le salga bien, y el tiempo que le dure que sea armónico y tórrido.

Ahora anda en esto del teatro, que es lo que le faltaba para completar el universo artístico; que yo sepa, no pinta con aquel punto Naif con el que decían que pintaba su madre, pero ésas son otro tipo de bellas artes.

Las bellas artes de Lolita estriban en su excelente capacidad dramática –y cómica, ojo– y en la madurez salerosa y densa que atesora su expresión.

Tras la muerte de tres de los suyos, ha asumido como nadie la responsabilidad de ser depositaria de la herencia de un genio, su madre, y de grandes tipos, su padre y su hermano, y ha sabido aguantar los empujones que proporciona la trascendencia humana de la vida de su progenitora.

En el penoso episodio en que se revisó la vida personal de Lola, supo mantener la dignidad y la serenidad: nada de entrar a trapos indebidos y nada de alimentar a terceros con polémicas absurdas, lo mejor fue dejarlo pasar.

Ahí dio medida de mujer sensata. Le deseamos mucho éxito en el teatro. No he podido verla, pero sé que lo está haciendo bien.

Y parece estar bien acompañada. Tanto en la escena como en el otro escenario, el de la vida real.