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Carlos Herrera  
El Semanal, 18 de septiembre de 2005
Waveland, Misisipí

Guardo como un tesoro la cinta de vídeo en la que registramos parajes de película 

 


La costa de Misisipí es de consumo interno norteamericano. No suele ser visitada por turistas extranjeros, la mayoría de los cuales se quedan en Florida o alcanzan la exuberancia de California. O visitan, directamente, el sofocante, pero siempre apasionante, Nueva York de agosto, en el que uno se consume con su pegajoso calor urbano. La playa y el sol de esa pequeña cuña que se asoma al mar entre Alabama y Luisiana se queda para los lugareños más avisados e intrépidos: la costa del golfo de México es irregular y discontinua y sobre ella pende siempre el eterno aviso de las inclemencias. Katrina, un mal viento surgido de las entrañas de los mares más feroces, no ha dejado nada. Nada. No hará ni un par de meses gozábamos Mariló Montero y yo de la hospitalidad de un matrimonio amigo de Waveland, solitario enclave de larga lengua de arena a la que se asoman, en sueño repetido de madera y mecedora, los porches sureños de las casas. Waveland era uno de esos escondites en los que guarecerse de la curiosidad ajena: fuera de los circuitos propios de los consumidores de casinos y embarcaciones de la vecina Biloxi, a esa playa solitaria y silenciosa sólo se desviaban los envidiosos como yo y los lentos lugareños que disponían del privilegio de un balcón a los atardeceres del golfo. En la contigua Bay St. Louis, poco antes de tomar el largo puente que lleva al más adinerado Gulfport, un par de acudideros braseaban con cierto decoro los pescados de la zona, y otros tantos bares de billar y Jack Daniel´s hacían de refugio ideal para las últimas horas del día. No es común deleitarse con las gambas de aquella zona, ni con sus lenguados, pero se dejaban comer.

Bill M. Ferraro y su esposa, Norma, habitaban una espaciosa casa de vieja madera pintada de blanco desde cuyo soportal se alcanzaba la playa tan sólo cruzando la escueta hierba sin vallas ni rejas que caía suavemente hacia la arena. Curiosamente, esa playa no era de consumo de bañistas: de hecho, no vi uno solo en tres días de estancia. Playa de paseo, si acaso, pero no de sombrilla y fiambrera. Con lo que a mí me emociona llevarme la tumbona y la tortilla. «Dentro de una semana desapareceremos de aquí; Katrina se lo va a llevar todo por delante.»Tomaron su carro y sus enseres imprescindibles y pusieron pies en polvorosa camino del norte del Estado. Gracias a eso han salvado la vida. Olas inmensas, vientos furiosos y lluvias agónicas han borrado del mapa las maderas, la hierba, la arboleda y la vecindad. Cerca de un par de kilómetros desde la playa hacia el interior representan hoy el paisaje tras la más cruel de las batallas. Sólo esta semana se han atrevido a volver a un refugio que ya sólo queda en los mapas y en el recuerdo. Nada. No queda absolutamente nada. En todo Misisipí, en todo Alabama, otra cuña breve –ni por asomo tan hermosa– encajada entre grandes Estados como Florida y Luisiana, ha quedado una sola hacienda sin arañar. Por esa misma Luisiana no pasó el ojo del huracán, pero devastó Nueva Orleans dejando el barrio francés, el más popular y conocido, literalmente sumergido bajo las aguas tras una tormenta que casi hemos conocido en tiempo real, a la que hemos asistido como espectadores impotentes tras haber sido televisada al mundo entero. Guardo como un tesoro la cinta de vídeo en la que registramos días inolvidables y parajes de película. Puesta en paralelo con las imágenes que nos llegan a través de todos los medios, las tomas de los amaneceres tempranos desde el Beach Road de Waveland se hacen hoy una dolorosa postal llena de melancolía. El olor a gas, a descomposición, a madera podrida representa la inexplicable venganza de los tiempos.