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Carlos Herrera  
ABC, 19 de agosto de 2005
Eutiquia de Pumarín

Eutiquia Reguera, se llama usted. Llevo dos días viéndola, escuchándola. Y creo, ya ve, conocerla de siempre, como si me hubiera criado yo también, como su José, en El Pumarín. Aquellos que hemos sentido amor de abuela, que hemos pasado de la noche al día palpando ojos de abuela, que hemos apagado los fuegos del apetito con sabor de abuela, que hemos aprendido a pronosticar a Dios con las oraciones largas de abuela, sabemos oler en las inmediaciones la paja mustia que queda en las ramas cuando una abuela llora lágrimas finales. Promediando agosto, Eutiquia, unos vientos en aspa le han arrancado de su mesa de comedor las flores últimas. Ha muerto el mismo José al que usted crió después de que desaparecieran las sangres intermedias. Puesta la sangre de pie, ha sido otra vez abatida ante sus ojos. El tiempo ahora, Eutiquia, las horas lentas, pasan como trenes de arena delante de su repentina soledad de abuela, esa que baila siempre sola en las ruinas, esa que mordisquea pacientemente el aire hasta hacerlo irrespirable. Tuvo usted, estoy seguro, que trabajar duro para sacar adelante las bocas abiertas de sus nietos y no sé cómo lo hizo, pero me imagino que cosería de noche y fregaría de día, que plancharía de tarde y cocinaría tan de mañana como le dejara el sueño. Somos muchos en España los que hemos salido adelante gracias a una abuela que cosía y cosía, por eso la he visto a usted y de un solo vistazo me he visto a mí, he visto a muchos, y eso hace que no me deje dormir su sollozo, que lo tenga aquí prendido como una tenaza oxidada. Se me viene usted, Eutiquia, una y otra vez desde que la vi anteanoche en el televisor blandiéndole al dragón maldito de la desgracia la foto de su nieto. Su nieto era soldado de España en un tiempo en el que si brillan las banderas sólo suelen hacerlo entre las llamas y en el que los días nos dejan en casa más muertos de los que merecemos. Por eso le pongo estas letras de nieto, porque ahora los días en espera querrán arrastrarla consigo hasta la pena y una sombra inmensa, impertinente, la perseguirá hasta el último rincón en el que quiera amagarse. La evocación, en estas edades, siempre nos lleva hasta el dolor que tampoco merecemos. Al menos que no merece usted y aquellas que, como usted, han sacado con coraje este país hacia delante a base de acariciar chiquillos, fregar los suelos, coser pespuntes, guisar alubias y sortear las deudas. Ahora, en su estatura de tiempo desvelado, le viene la vida con estas, a prenderle fuego a su madera quieta, a roer sus largas noches de insomnio. Yo quisiera hoy ponerla un vestido de fiesta, señora, para verla bailar sobre las aguas. Quisiera limpiarle de los labios ese regusto a ceniza. Quisiera sazonarle el pulso entristecido. Pero poco puedo más que pedirle que deje los balcones entreabiertos para que le llegue este beso de papel. Quisiera convencerla de que ustedes, esa generación que nunca tuvo nada y lo dio todo, nunca serán un pañuelo olvidado en un alambre. Quisiera defenderla de la conspiración de la oscuridad que, en estas noches de carbón apagado, no la ha dejado conciliar el sueño sobre su almohada de piedra. Quisiera convencerla de que no se deje vencer por la tristeza que asola a los ancianos, esa tristeza de miradas perdidas y memoria menguante. No entierre las palabras como si fueran huesos de perro. Siga hablándome todos los días, porque yo, que podría llegar a desconocerla palmo a palmo, quiero seguir sabiendo cosas de usted.

Y déjeme que hoy bese su mano, señora. Déjeme que la bese como sólo se besa a la abuela perdida.

Déjeme que lo haga en el nombre de España.