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Carlos Herrera  
El Semanal, 7 de agosto de 2005
Ponce en El Puerto: el hombre que susurra a los astados

 El sabio intérprete de lo que quiere un toro, la mano que mece la cuna de percal 

 

Vaya esta especial dedicatoria a todos los que quieren acabar con la fiesta de los toros desde fuera o desde dentro, que de ambos lados hay. Los que esgrimen cerúleos argumentos decimonónicos, los que maltratan los reglamentos o los que retuercen la legendaria paciencia de los aficionados chocan, una vez más, con la grandeza de una tarde de toros extraordinaria, con la belleza transitoria e irrepetible de una faena sublime, de un toro bravo y de una plaza histórica. Tengo que referirme a Joselito, como todos, cuando dijo que nadie sabría jamás lo que era esta fiesta si no había visto torear en la plaza de El Puerto en una tarde de sol. Esa plaza legendaria, hoy regentada por un valiente y magnífico Justo Ojeda, empresario de puro y vozarrón, reúne en verano a muchos aficionados veraneantes en ese arco voltaico fascinante que va de Cádiz a Sanlúcar, pasando por Jerez, Chiclana y El Puerto de Santa María. Acercarse a Casa Paco a deleitarse con una pavía soberbia de merluza, al Faro, a Casa Flores, al Bar Jamón –tanto a su bodeguita en el centro como a su restaurante en la rotonda de salida hacia Rota– y probar ese excepcional pan de mechada con jamón, delicia de las delicias, pararse en las novedades agradabilísimas de El Laul o El Tambuche, saborear buenos vinos y buenas pinceladas en La Taberna de Concha, todo ello hace de un paseo portuense un regalo para un día de verano. Y, al final, los toros. Es decir, la verdad. La verdad que a veces se hace engaño, pero que si siempre coincidiese con la tarde de quince días atrás, se haría éxtasis perpetuo. Morante de La Puebla cinceló la curvatura exquisita como sólo un hombre de su pellizco sabe hacer, José Mari Manzanares hijo instrumentó la tanda más pura que he visto yo este año... y luego estaba Ponce, que es el Maestro, el sabio intérprete de lo que quiere un toro, la mano que mece la cuna de percal, el torero en quien confía el toro para ser entendido, el matador que mejor maneja el tiempo, la pausa, la distancia. Se torea como se es, dijo Belmonte el mismo día en que decidió quedarse quieto e invadir el terreno del toro, y en virtud de ello puede decirse que Ponce es hombre de exquisiteces, de afabilidad, de esa cierta elegancia que tiene el medio desmayo. Da la impresión de que le habla al toro de usted y de que le deja en el lomo la tarjeta de luto antes de que las mulillas lo arrastren al desolladero. Aquella tarde indultó a un toro excelente de Núñez del Cuvillo, y a uno le queda la satisfacción de que por las dehesas de Véjer de la Frontera corretea un animal que se ganó a pulso la vida y que puede padrear otros ejemplares llamados a la gloria de arena y sol. Debió de ser a esa hora cuando supe de la muerte de Juan Andrés Vidaurre, mi amigo estellés con el que compartíamos fogones y botellas de Cune en la Sociedad Urederra. Llevado por el mal de los males, te perdiste esa tarde en la tierra andaluza que tanto querías; los que nos quedamos aquí no te olvidaremos jamás y te brindaremos siempre la faena del recuerdo amable, a ti, que tanto lo fuiste. Ya lo ven, la vida y el paraíso en el ruedo; la muerte y la pena más allá de un tendido. Puerta grande para todos los maestros que hacen de este secarral una plácida aventura de supervivencia.

Aún queda verano, aún hay carteles pendientes para acercarse a la plaza de El Puerto, para tentar a la suerte y obsequiarse con una grandiosa tarde de toros, toree Ponce o no toree Ponce, el hombre que susurra a los astados.

Obséquiese, en cualquier caso, con el efímero regalo de ver al toro pasar entre largos suspiros de seda y sangre por el estrecho desfiladero que separa la vida de la muerte.