Desde el mismo momento en el que encabezo esta columna paso a sumar mi nombre al de la lista de aquellos que exigen un desentierro masivo de las víctimas de la Guerra Civil y una reparación consecuente de medios y honor a los que cayeron como consecuencia de la barbarie y la ferocidad de la época. Paso a ser, pues, como la estupenda muchachada de Amnistía Internacional, ese grupo de amigos de la libertad que defienden a los perseguidos políticos en todos -casi todos- los países del mundo, y como el mismísimo Joan Tardá, diputado de ERC, al que muchos tienen por merluzo pero en quien he descubierto un justiciero ecuánime desde el momento en el que ha exigido contundentemente una revisión minuciosa de la historia y una compensación económica por parte del Estado a los caídos como consecuencia del levantamiento militar del 36. Yo, arriesgando un tanto más, exijo, incluso, que se adelante un poco la fecha y que se vaya hasta el 34. Pero tampoco voy a insistir mucho.
Eso sí, vamos a abrir zanjas y a desenterrar cadáveres, todos juntos, con el pico y la pala al hombro, cantando cualquier internacional que nos satisfaga, como si fuéramos los enanitos de Blancanieves camino de la mina. Yo dirigiré mis pasos al Paseo de la Bonanova de Barcelona. Allí, un 26 de enero, un comando de anarquistas e independentistas -menuda mezcla- balaseó fríamente a Don Carlos Cruset Vilaseca después de haberle sorprendido paseando calle Balmes arriba de la mano de su hija Blanca. Carlos Cruset había casado con una familia de emigrantes almerienses de ida y vuelta, había sufrido en Valencia la rapiña y la violencia de los muchachos de la CNT y la FAI -que le destrozaron la casa y la cara- y era considerado por sus vecinos y familiares como un hombre bueno y ejemplar. Un solo tiro acabó con su vida. Luego paladas de tierra. Y ya está.
La muerte de Don Carlos Cruset cambió por completo la vida de aquella familia, que entró, como tantas otras, a formar parte de nuevo de la miseria y la supervivencia. Nadie, ni el franquismo ni los republicanos, le mentaron en sus elegías. Quedó su memoria tan sólo para los que compartieron su desdichada vida, mujer e hija, que no le olvidaron jamás. De la misma manera que es más que comprensible que los nietos de aquellos que quedaron enterrados en las cunetas quieran recuperar esos cuerpos y darles sepultura digna, quiere este que suscribe que se haga justicia y este otro nombre forme parte de aquellos que engrosan la lista de mártires del fanatismo, de la intolerancia, de la dictadura feroz del odio. Esta revisión constante exige, efectivamente, que todos los muertos sean tenidos en cuenta. Desde luego los que mató el bando que ganó. También los que mató el bando que perdió y a los que empezó a matar, incluso, antes de que golpeara el ejército contra el orden establecido. Se referirán a eso tanto los chicos y chicas de AI como el ricitos de plata de ERC, creador de «La Lista de Tardá», supongo. Yo me apunto. En casa estamos deseando que eso ocurra desde hace años: Don Carlos, efectivamente, era mi abuelo, y su muerte, como en tantos casos de familias españolas de cualquier tendencia, cambió el devenir de los días.
La historia, desdichadamente, hubiese sido muy otra.
No eres, pues, el único al que le asesinaron al abuelo, Rodríguez. Deberías tenerlo en cuenta, si eres capaz de discurrir más allá de tus vísceras. Tu familia no es la única que ha sufrido. La diferencia estriba en que ese hecho trágico no ha marcado la ejecutoria de muchos que han preferido no convertirse en pescadores de odios pendientes.
Tú, los de Amnistía y el tonto de Tardá convendría que lo supierais.
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