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Carlos Herrera  
Diez Minutos, 21 de julio de 2005
Sigue descansando en paz, Carmen

Nos morimos y pasamos a ser la nada, por muy todo que fuéramos, por mucho espacio que ocupáramos, aun bien de la inmensidad que representáramos o de lo imprescindibles que pareciéramos. Hace un año, sólo un año, una mujer experta en gozos y tropiezos, poco especialista en el cálculo de riesgos y equilibrista sin pericia en el hilo de los peligros, falleció como consecuencia de la inconsecuencia a la que se tenía a sí misma acostumbrada. No hubo día en su vida en el que su rostro no fuese fotografiado, en el que su nombre no fuese escrito, en el que sus perfiles no fuesen delineados por cronistas sociales de mayor o menor envergadura. No hubo semana en la que su corazón arrítmico no experimentase algún que otro vaivén emocional. No hubo año en el que el recuento de portadas de prensa del corazón dedicadas a ella no superase con creces a las ocupadas por otras estrellas del colorín.

No hubo programa televisivo que no dedicase algún minuto, cuando no horas, a entretenerse hasta en los detalles más superfluos de su existencia. No digamos cuando su enrevesada vida la llevaba a protagonizar algún pasaje dramático o violento: entonces parecía no haber otra cosa de la que hablar. Bien, pues a pesar de todo ello, tras un año de ausencia, su persona ha quedado sólo en el corazón de los que vivieron sus cuitas de forma más próxima: rápidamente, la sociedad ha buscado otros sustitutos a los que observar, a los que analizar, de los que elaborar teorías de corto alcance. Ley de vida, suele decirse. Morimos y, con todas las salvedades, parecemos entrar en una zona de descanso en la que las miradas ya no recaen machaconamente en uno.

Nadie está a salvo, evidentemente: ya se ha visto que siempre hay depredadores que quieren remover los huesos para encontrar el poco oro con que fueron amortajados aquellos que ocuparon el primer tablón del escenario, pero, en cualquier caso, en este primer aniversario parece que sólo nos dedicaremos a recordar legítimamente a una mujer pletóricamente bella, buena y tozudamente dispuesta a una autodestrucción absurda.

Cuando culminen los fastos del aniversario, otra vez quedará ella para los suyos, sus hijos, su hermana, sus amores sinceros –que los hubo–, su puñado de amigos y aquellos pocos que se tragaron el desvelo de los ratos en los que no había ni una cámara y sí mucha soledad. Por unas horas, hoy nos volvemos a acordar de ti, Carmen. Será poco rato; así que pasen estos días volverás a gravitar en ese silencio tenue al que te condujo el tortuoso e iluminado camino de tu vida.

Sigue descansando en paz y discúlpanos.