Me encontré con la sabiduría casera de quien no se deja amanerar en exceso
Qué me puedes hacer de comer?», le dije a Montserrat Salvó con la prisa del que baja de un avión después de haber rodado durante media hora por el muy pelma aeropuerto de Barcelona, donde el viaje se alarga media hora más por cuenta de tener que despegar o aterrizar casi desde la playa de Castelldefels. «Ya veré lo que tengo; tú ven», me contestó. Y fui. Y me encontré con la sabiduría casera de quien no se deja amanerar en exceso, a pesar de la tendencia inexplicable a complicarlo todo que gravita sobre la cocina mediterránea. Algunos resisten, como Ca L’Isidre, en la calle de las Flors, del Raval barcelonés, donde unas patatas con pulpitos son unas patatas con pulpitos –si hay pulpitos en el mercado, claro– y donde uno se siente en la casa distinguida de su tía Pepita, que era una señorona cariñosa e inolvidable que vivía en la muy preciada Rambla de Cataluña, justo en el portal que coronaban los dos leones de aquella impagable ferretería que con el tiempo se transformó en una óptica de renombre. Mi tía Pepita Clavaguera acogía como nadie, y como nadie labraba las natillas en su casa de techos repujados y señoriales por los que parecía haber pasado la historia de la ciudad toda. Cuando me siento en la casa de Isidre Gironés, en la mesa redonda del fondo, me da la sensación de que va a salir mi tía Pepita con un plato de fricandó, musitando jaculatorias con aquella gracia imparable que la adornaba y el amor indisimulable que se leía en su mirada afable y guasona.
Alain Senderens, cocinero francés que ha parido cocineros franceses y catalanes, acaba de librarse del yugo Michelin como el que se sacude el polvo del mandil: hay que volver a la sardina, dice, y hacerla sin que el cliente tenga que pagar mil duros por ella. Eso ya lo hizo L’Isidre, que podría aspirar a todo el firmamento del neumático, pero que prefiere no manosear lo que encuentra en el mercado de buena mañana. Y lo que digo no quita que aquellos que hacen de la cocina espectáculo no merezcan todo el aplauso de los que entendemos que el entretenimiento está, hoy en día, antes en los restaurantes que en los cines o en los teatros: sentarse en El Bulli, por ejemplo, es una experiencia apasionante, singular, única, pero es para algo más que comer; sentarse en la casa de Isidre o Montserrat, en cambio, es viajar al corazón de las cosas. Ambas opciones, Bulli y L’Isidre, son compatibles, no excluyentes. Uno es la revolución y otro es la tradición. Tradición es comer en Barcelona en Chicoa, Aribau, 73, donde Juan Llovet, el hombre más simpático y arrollador que han visto los siglos, elabora platos sencillos e insuperables mientras es capaz de fascinarte con un juego de manos –es un excelente mago de la cocina y de las cartas–; tradición siempre fue comer en El Caballito Blanco, inolvidables Delfos y Pepe Cañabate, o comer en el Amaya, en Casa Leopoldo, en el Egipte o en un ya cerrado Can Massana al que acudía yo acompañado de una pareja tan explosiva como Arribas Castro, el Gran Genio Por Excelencia, y Mario Cavallero a comer unos fideos inmarcesibles.
Todos estos y muchos más coexisten con la sublevación y la revuelta de la cocina barcelonesa, posiblemente la de oferta más amplia de España –es decir, del mundo–. Visitar El Passadís d’en Pep o Cal Pep, prueben cualquiera de los dos, es adentrarse en la valentía de los saltadores de pértiga que saben que, abajo en el suelo, está la colchoneta de lo tradicional. Como L’Isidre, que ha hecho de la cocina catalana una creación constante entre lo sublime y lo casero, por ende grandioso. Su bodega está hecha a fuerza de una muy ilustrada y sabia curiosidad. Su cocina, sometida a la feliz dictadura del mercado diario. Siempre elegante, siempre discreto, siempre gustoso, ese comedor parece que te esté esperando al final del camino, cuando se funden las luces luminarias de lo fatuo y cuando uno siente la muy explicable necesidad de volver a casa.
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