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Carlos Herrera  
El Semanal, 21 de mayo de 2005
En Córdoba por mayo

Cuajada de colores, se hace capote abierto como un delantal de macetas 


La cosa empezó con Lagartijo, que la metía tan pronto como la sacaba; siguió con Guerrita, que dejó dichas dos cosas soberbias: «En Madrid, que toree San Isidro» y «Después de Guerrita, nadie»; continuó con Machaquito, al que me bebo yo todas las mañanas de los domingos con mi querido Gregorio Conejo después de ver a la Virgen a la orilla de las marismas –¿a qué Virgen va a ser?–; se consolidó con Manolete, califa vertical teñido de una alegre tristeza que aún hoy resulta melancólica, y concluyó con El Cordobés, aquel trueno sulfúrico y anárquico que removió las bases y las alturas del toreo como el que remueve una olla de menudo con una pala de madera caliente. Dícese que fue el príncipe Don Juan el primer honrado con la lidia de dos toros en el Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba allá por el 1492, justo cuando Colón andaba reescribiendo los atlas. Desde entonces, hay algo en ese coso de Los Califas que nos llama en mayo como si de una flauta dulce se tratara, como si una melodía arrebatadora surgiese de los silencios de Córdoba, la ciudad que mejor se calla del mundo, para atraparnos en un velo delicado y transparente del que no se puede escapar.

Este suelto no deja de ser una declaración de amor. Con la muleta algo retrasada. Algo de perfil, incluso. Alguien, no recuerdo quién, tiene escrito que los amores de perfil son los amores silenciosos: no la miramos cuando nos mira y sólo cuando ha girado la cabeza nos atrevemos a mirarla en secreto. Pues eso es.

Nos llama Córdoba toda, la califal y la otra, la sultana y la llana, la oficial y la oficiosa, la callada y la bullanguera, la senequista y estoica, la roja y verde, la pía y la profana. Córdoba en mayo es la madre de todos los sentidos, vengan éstos envueltos en una cruz o se encuentren agazapados entre los tiestos floridos de cualquier patio, ese que fue ágora para el romano y casinillo para el árabe. Cuajada de colores, Córdoba se hace capote abierto como un delantal de flores y macetas; se hace tarde de toros, se hace copa de vino, se hace nostalgia de la antigua feria de La Victoria, allá donde el paseo se hacía tan próximo para los soldados que bajábamos del Obejo embutidos en un caqui inusitadamente sepia o para los lugareños que se dejaban caer desde San Basilio o San Agustín. Me gusta soltarme a mí mismo por el califato cuando mayea el calendario en ese rojo discreto de los senequistas estoicos: deambulo por la Judería debatiéndome entre los corazones de alcauciles con pasas y piñones que elabora Pepe García Marín en el inmortal Caballo Rojo o las berenjenas, las carnes y los vinos de Rafael Carrillo en El Churrasco, siempre ubérrimo y feraz. Y, además, están las tabernas. Desde los Túrdulos se libró en Córdoba la pelea contra la estridencia en las tabernas: a las tertulias se va a hablar y, sobre todo, a escuchar; y a comer lo que Pepe Salinas es capaz de servir en su casa portentosa o a beber los cien mil vinos de San Luis o a enredarme en La Lechuga, al pie de la Mezquita. Cosas de una de las ciudades más hermosas del mundo con una de las plazas más perfectas del mismo: La Corredera. ¡Cuánto me hubiese gustado vivir una de mis infancias en ese fascinante universo de piedra, cal y ladrillo deslizándome por poemas entreverados de Góngora y Pablo García Baena! No me quedan muchos días para que mayo deje de mayear ufano y soleado, así que llamaré a Rosa, como cada año, a que se coja de mi brazo y me lleve a los toros a lomos de su sonrisa ilustrada de alcaldesa. Hagan como este juntaletras: perder un día en Córdoba es una forma de haber ganado algo de eternidad.