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Carlos Herrera  
ABC, 21 de octubre de 2016
Corridas de ayer y hoy Carlos Herrera

NO deberían preocuparse. En Cataluña no hay ningún empresario dispuesto a organizar corridas de toros. Ni siquiera el propietario de la Monumental de Barcelona, que está loco por largar el problema que le supone un inmueble que no le rinde lo que le cuesta. Por mucho que digan los tribunales que los catalanes tienen derecho a ver toros, ellos saben que tendrán que viajar a Nimes o a Zaragoza para maravillarse con el arte de Cúchares (en el caso de que Cúchares tuviera arte, que tengo mis dudas atendiendo al concepto moderno del toreo). El Constitucional ha sentenciado que las autoridades catalanas no pueden prohibir, pero sí pueden regular, con lo que queda todo dicho: ya es cansinamente célebre aquella ocurrencia de Romanones según la cual era más trascendente controlar los reglamentos que las propias leyes. Dispondrán normas de imposible cumplimiento y con ello se acabó: conocido el arrojo empresarial, los taurinos locales deberán marchar a territorios aledaños para ser un normal entre normales.

Toda esta pandilla de histéricos que se han excitado hasta la relajación involuntaria de esfínteres por la decisión del TC deben colegir que, teniendo en la mano la confección de condiciones para permitir festejos taurinos, es muy sencillo hacer imposible su convocatoria. Si en Cataluña hubiese un empresario dispuesto a dar guerra y a jugársela con tal de revivir a Chamaco o a El Cordobés, convengamos que podrían darse choques de trenes saludablemente democráticos, pero la realidad dista mucho de ser esa. El TC ha dado una satisfacción moral a quienes llevamos años diciendo que la prohibición de los toros en Cataluña es un ataque frontal y miserable a la libertad.

Se ponga como se ponga toda la colección de histriónicos liberticidas de la comunidad autónoma, un aficionado catalán debe tener derecho a acceder a un espectáculo taurino siempre y cuando haya quien se arriesgue a ofrecerlo. De no haberlo, cual será el caso, el aficionado podrá marchar, como en la época de las películas más atrevidas, al sur de Francia, donde el número de cretinos parece que es sensiblemente menor que en tierras propias. Toda la parafernalia borrachuza y tabernaria de las autoridades catalanas está de más: el Constitucional simplemente les ha recordado que hasta para prohibir tienen restricciones, lo cual es una buena noticia siempre y cuando uno no esté inoculado por el absurdo virus de lo políticamente correcto.

La dramática simpleza de la señora Colau, la pobreza argumental del parlamentario Tardá y los exabruptos de algún que otro cretino han escenificado la teatral hiperventilación de todo nacionalista catalán cuando un tribunal le recuerda las leyes imperantes en todo el territorio nacional; votadas, por demás, por todos los españoles. En pocas palabras: los electos catalanes no son quiénes para prohibirnos un ejercicio festivo y laboral a quienes podemos gozar de él en el resto de España. Pueden hacerlo difícil, pero no pueden impedirlo en función de criterios políticos o pretendidamente étnicos.

A la señora Colau, al tal Puigdemont, al tonto de turno o al gacetillero agradecido habrá que decirles que la ley, desde el panorama de la soberanía nacional, nos afecta a todos. Y que ellos podrán impedir las corridas de toros, que aparentemente tanto les ofenden, con la promulgación de reglamentos imposibles. Habida cuenta de que no habrá nadie enfrente dispuesto a darles guerra y organizar festejos taurinos, se saldrán con la suya. Pero nadie privará a los aficionados catalanes de esa cierta victoria moral que, como todas las victorias morales, sirve más bien poco, pero permite el pequeño placer de saber que hay algún tonto reconcomiéndose por el correctivo formal de un tribunal español. Los catalanes que quieran ver toros harán como sus antecesores del tiempo oscuro: ellos iban a Francia a ver películas prohibidas. Ahora irán a ver otro tipo de corridas.