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Carlos Herrera  
El Semanal, 17 de abril de 2005
Ramón Jones o Indiana Mesa

Los buenos son aquellos que se arriesgan y que no se quedan quietos

Tengo dicho por alguna parte que Ramón Mesas es lo más parecido que conozco a Indiana Jones, el muchacho aquel que se iba de lío en lío hasta la victoria final y que abandonaba la cómoda vida que le deparaba su ciudad natal para encaminarse al fin del mundo en busca de un arca o de un grial. Algo bastante más recortado que Harrison Ford, Ramón hizo exactamente lo contrario que se espera de todo aquel que empieza a ser camarero en su pueblo: en lugar de quedarse por la fértil provincia de Granada o instalarse en la Ibiza de sus primeros pasos profesionales, se marchó a Hungría, que es el sitio más raro que se me antoja para abrirse camino poniendo cafés. Uno se imagina de meritorio y piensa en Marbella, en Torremolinos, en Fuengirola, en la Costa Brava o en cualquier rincón balear, pero no en la centroeuropa leñera de entonces. Lo hizo y, no contento con la experiencia, saltó a los pocos meses a los Estados Unidos de América a servir las mesas de la cadena Sheraton y a olvidar el poco idioma húngaro que había aprendido y a cambiarlo por el inglés urgente de «póngame un cortado» o «hágame un poco más la hamburguesa hasta que parezca una suela de zapato». Algo le vieron los de esa empresa que le confiaron la puesta en marcha de varios de sus establecimientos en las Américas y que le acabaron enviando a Montecarlo, donde anduvo un par de años confundiéndose con el paisaje y tomando nota de todo lo que veía.

A la vuelta de tal aventura surrealista, le esperaba el territorio marbellí, abierto siempre a aquellos que quieren trabajar y ganar dinero en la misma medida que lo proporcionan. Un día, comprándole peces a un pescador artesano, escuchó decir a éste mientras negociaba el precio de lo que aquella barca había escarbado en las aguas malagueñas: «Ni pa ti, ni pa mí, tanto por toda la pesquera». Le gustó aquella fórmula y la adoptó para el primer chiringuito que había conseguido abrir con los ahorros que se había agenciado en sus excursiones por el mundo. De la nada en su pueblo a los dieciséis restaurantes actualmente abiertos con ese nombre, La Pesquera, pasaron unos cuantos años buscando el grial definitivo. Seguramente ustedes, si frecuentan la zona, se habrán convertido en clientes de los varios y distintos restaurantes que Ramón ha ido abriendo tramo a tramo: no hay hectárea de la Costa del Sol que no contemple el asentamiento de un negocio floreciente en el que sus trabajadores le frían o le guisen pescado, le corten jamón o le hagan un arroz marinero más que decente. Cada duro que ganaba, lo invertía al día siguiente. En eso es como Indiana Jones. Yo, de haber encontrado la fórmula perfecta de un negocio impersonal y fructífero, me hubiera conformado con uno de ellos y me hubiese dedicado a ir a la playa; pero yo no soy un empresario y soy absolutamente incapaz de crear riqueza. Ramón, sí. Ese tipo de personajes que arrancan de cero y consiguen todo gracias a trabajar como cabrones y a tener los pies en el suelo no suelen pararse en barras.

Por si tenía poco con dar de comer al año a cerca de un millón de personas, que se dice pronto, ha cogido sus beneficios y se la ha vuelto a jugar en el sitio en el que más puedes ganar, pero en el que también más puedes perder: Madrid. «¿Qué necesidad de meterte en este lío, Ramón?», le pregunté la tarde que me enseñó con la ilusión de un niño chico el castillo fascinante que ha montado en la Casa de Campo y en el que ha soltado todo lo que ha ganado durante años de talento y esfuerzo: creo que encogió los hombros y me dio a entender que los buenos son aquellos que se arriesgan y que no se quedan quietos. Sólo por eso y por el delicioso espeto de sardinas que prepara en su barca varada merece la pena dejarse ver por ahí. Cuando conozcan a este sujeto, se darán cuenta de que el mundo sigue siendo de los aventureros. Aunque en vez de Indiana se llamen Ramón.